XXVI
Del mejor de los mundos
Cuando corría por todas partes para instruirme
encontré a unos discípulos de Platón: «Venid con
nosotros», me dijo uno de ellos
49
; «estáis en el
mejor de los mundos; hemos superado en mucho a
nuestro maestro. En su tiempo sólo había cinco
mundos posibles porque no hay más que cinco cuer-
pos regulares; pero ahora que hay una infinidad de
universos posibles, Dios ha elegido el mejor; venid,
y os encontraréis a gusto». Le respondí humilde-
mente: «Los mundos que Dios podía crear eran, o
mejores, o perfectamente iguales, o peores: no podía
tomar el peor; los que eran iguales, suponiendo que
los hubiera, no merecían la preferencia: eran total-
mente los mismos; no se ha podido escoger entre
ellos: tomar uno es tomar otro. Por lo tanto es impo-
sible que no tomase el mejor. Pero ¿cómo eran posi-
bles los otros cuando era imposible que existie-
sen?».
Me hizo bellísimas distinciones asegurándome
siempre, sin entenderme, que este mundo es el
mejor de todos los mundos realmente imposibles.
Pero como entonces me sentía atormentado por el
mal de piedra y sufría unos dolores insoportables,
los ciudadanos del mejor de los mundos me llevaron
a un hospital cercano. De camino, dos de estos biena-
venturados habitantes fueron raptados por unas
57
criaturas, semejantes suyos: los cargaron de cade-
nas, a uno por ciertas deudas, al otro por una sim-
ple sospecha. No sé si fui llevado al mejor de los
hospitales posibles; pero fui amontonado con dos o
tres mil miserables que sufrían como yo. Había
entre ellos varios defensores de la patria, que me
informaron que habían sido trepanados y disecados
vivos, que les habían cortado los brazos, las piernas,
y que varios millares de sus generosos compatriotas
habían sido masacrados en una de las treinta bata-
llas habidas en la última guerra, que es la guerra
número cien mil desde que conocemos las guerras.
También se veía en aquella casa a unas mil personas
de ambos sexos que parecían horribles espectros, y
a los que frotaban con cierto metal porque habían
seguido la ley de la naturaleza, y porque la naturale-
za había tomado la precaución, no sé cómo, de
envenenar en ellas la fuente de la vida
50
. Di las gra-
cias a mis conductores.
Cuando me hubieron hundido un hierro muy
cortante en la vejiga y sacado algunas piedras de
aquella cantera; cuando estuve curado y no me que-
daron más que algunas molestias dolorosas para el
resto de mis días, presenté mis reproches a mis
guías, me tomé la libertad de decirles que había
cosas buenas en aquel mundo, dado que me habían
sacado cuatro piedras del seno de mis desgarradas
entrañas, pero que hubiera preferido que me hubie-
ran frotado con piedras de río
51
. Les hablé de las
58
calamidades y de los innumerables crímenes que
cubren ese excelente mundo. El más intrépido entre
ellos, que era un alemán
52
, compatriota mío, me
informó de que todo esto no es más que pura baga-
tela.
«Fue», dijo, «un gran favor del cielo hacia el
género humano que Tarquino violase a Lucrecia y
que Lucrecia se apuñalase
53
, porque se expulsó a los
tiranos y porque la violación, el suicidio y la guerra
prepararon una república que hizo la felicidad de
los pueblos conquistados». Me costó admitir esa
felicidad. Al principio no imaginé cuál había sido
la felicidad de los galos y de los españoles, de los que
se dice que César hizo perecer tres millones. Las
devastaciones y las rapiñas también me parecieron
algo desagradable; pero el defensor del optimismo
se mantuvo en sus trece; seguía diciéndome lo
mismo que el carcelero de Don Carlos
54
: «Calma,
calma, es por vuestro bien». Por último, al quedar-
se sin salida, me dijo que no había que preocuparse
por este glóbulo de la Tierra, donde nada anda a
derechas, pero que en la estrella Sirio, en Orión, en
el ojo del Tauro, y en otras partes, todo es perfecto:
«Vayamos pues allí», le dije.
Un pequeño teólogo me tiró entonces del brazo;
me confió que aquellas gentes eran unos soñadores,
que no era en absoluto necesario que hubiese mal
en la Tierra, que ésta había sido formada expresa-
mente para que nunca hubiera en ella más que bien.
59
«Y para probároslo», me dijo, «sabed que antaño
las cosas ocurrieron así durante diez o doce días.» —
«¡Ay!», le respondí, «es una lástima, reverendo
padre, que eso no haya continuado».
XXVII
De las mónadas, etcétera
El mismo alemán se apoderó de nuevo de mí; me
adoctrinó, me enseñó con toda claridad lo que es mi
alma. «En la naturaleza todo está compuesto de
mónadas
55
; vuestra alma es una mónada; y como
tiene relaciones con todas las demás mónadas del
mundo, tiene necesariamente ideas de todo lo que
pasa en él; estas ideas son confusas, lo cual es muy
útil; y vuestra mónada, así como la mía, es un espe-
jo concentrado de ese universo.
»Mas no creáis que actuáis de acuerdo con vues-
tros pensamientos. Hay una armonía preestablecida
entre la mónada de vuestra alma y todas las móna-
das de vuestro cuerpo, de modo que, cuando vues-
tra alma tiene una idea, vuestro cuerpo tiene una
acción, sin que la una sea consecuencia de la otra.
Son dos péndulos que van juntos; o, si queréis, esto
se parece a un hombre que predica mientras otro
hace los gestos. No os costará mucho concebir que
es preciso que así sea en el mejor de los mundos.
Porque…»
60
XXVIII
De las formas plásticas
Como yo no comprendía nada en absoluto de
estas admirables ideas, un inglés, llamado Cud-
worth
56
, se dio cuenta de mi ignorancia por mis ojos
fijos, mi confusión, mi cabeza baja. «Estas ideas»,
me dijo, «os parecen profundas porque son huecas.
Yo voy a enseñaros con toda claridad cómo actúa la
naturaleza. En primer lugar está la naturaleza en
general, luego están las naturalezas plásticas que
forman todos los animales y todas las plantas, ¿lo
entendéis?» «Ni una palabra, señor». — «Sigamos,
pues.
»Una naturaleza plástica no es una facultad del
cuerpo, es una sustancia inmaterial que actúa sin
saber lo que hace, que es enteramente ciega, que no
siente, ni razona, ni vegeta; pero el tulipán tiene su
forma plástica que lo hace vegetar; el perro tiene
su forma plástica que lo hace ir de caza, y el hombre
tiene la suya que lo hace razonar. Estas formas son
los agentes inmediatos de la Divinidad; no hay
ministros más fieles en el mundo, porque dan todo
y no se quedan con nada para ellas. Veis perfecta-
mente que ahí están los verdaderos principios de las
cosas, y que las naturalezas plásticas van a la par de
la armonía preestablecida y de las mónadas, que
son los espejos concentrados del universo.» Le con-
fesé que lo uno iba uno a la par de lo otro.
61
XXIX
De Locke
57
Después de tantas andanzas desdichadas, cansa-
do, agotado, avergonzado de haber buscado tantas
verdades y de haber encontrado tantas quimeras,
volví a Locke como el hijo pródigo que vuelve a la
casa del padre; me arrojé en brazos de un hombre
modesto, que jamás finge saber lo que no sabe; que,
a decir verdad, no posee inmensas riquezas, pero
cuyos fondos están bien seguros y que goza de la
riqueza más sólida sin ninguna ostentación. Me
confirma en la opinión que siempre he tenido de
que en nuestro entendimiento no entra nada sino a
través de nuestros sentidos;
Que no existen nociones innatas;
Que no podemos tener la idea ni de un espacio
infinito ni de un número infinito;
Que no pienso siempre, y que por consiguiente el
pensamiento no es la esencia, sino la acción de mi
entendimiento;
Que soy libre cuando puedo hacer lo que quiero;
Que esa libertad no puede consistir en mi volun-
tad, puesto que cuando permanezco voluntariamen-
te en mi cuarto, cuya puerta está cerrada y cuya
llave no tengo, no poseo la libertad de salir de él;
puesto que sufro cuando quiero no sufrir; puesto
que muy a menudo no puedo llamar a mis ideas
cuando quiero llamarlas;
62
Que, por lo tanto, en el fondo es absurdo decir: la
voluntad es libre, pues es absurdo decir: quiero
querer tal cosa; porque es precisamente como si se
dijera: deseo desearla, temo temerla; que, por últi-
mo, la voluntad no es libre como no es azul o cua-
drada (véase la Cuestión XIII);
Que sólo puedo querer como consecuencia de las
ideas recibidas en mi cerebro; que estoy obligado a
determinarme a consecuencia de esas ideas, ya que,
sin eso, me determinaría sin razón, y en ello habría
un efecto sin causa;
Que no puedo tener una idea positiva del infini-
to, puesto que soy muy finito;
Que no puedo conocer ninguna sustancia, pues
sólo puedo tener ideas de sus cualidades, y que mil
cualidades de una cosa no pueden hacerme conocer
la naturaleza íntima de esa cosa, que puede tener
cien mil cualidades ignoradas más;
Que sólo soy la misma persona en tanto que tengo
memoria y el sentimiento de mi memoria: pues, al
no tener la menor parte del cuerpo que me pertene-
cía en mi infancia, y carecer del menor recuerdo de
las ideas que me afectaron a esa edad, es evidente
que no soy ese mismo niño como no soy Confucio o
Zoroastro. Me consideran la misma persona los que
me han visto crecer y siempre han vivido conmigo;
pero no tengo en modo alguno la misma existencia;
no soy ya el antiguo yo; soy una nueva identidad, y
de ahí, ¡qué singulares consecuencias!
63
Que, en fin, de acuerdo con la profunda ignoran-
cia en que estoy seguro de encontrarme sobre los
principios de las cosas, es imposible que pueda
conocer cuáles son las sustancias a las que Dios se
digna conceder el don de sentir y de pensar. En
efecto, ¿hay sustancias cuya esencia sea pensar, que
piensen siempre, y que piensen por sí mismas? En
tal caso, estas sustancias, sean las que fueren, son
dioses: porque no tienen ninguna necesidad del Ser
eterno y formador, pues poseen sus esencias sin él,
pues piensan sin él.
En segundo lugar, si el Ser eterno ha concedido
el don de sentir y de pensar a unos seres, les ha dado
lo que esencialmente no les pertenecía; por tanto,
ha podido dar esa facultad a todo ser, cualquiera
que sea.
En tercer lugar, no conocemos ningún ser a
fondo: por tanto es imposible que sepamos si un ser
es incapaz o no de recibir el sentimiento y el pensa-
miento. Las palabras materia y espíritu no son más
que palabras; no tenemos ninguna noción completa
de esas dos cosas: por tanto, en el fondo hay tanta
temeridad en decir que un cuerpo organizado por
Dios mismo no puede recibir el pensamiento de Dios
mismo como sería ridículo decir que el espíritu no
puede pensar.
En cuarto lugar, supongo que hay sustancias
puramente espirituales que nunca hayan tenido la
idea de la materia y del movimiento: ¿serán bien
64
recibidas para negar que la materia y el movimien-
to puedan existir?
Supongo que la sabia congregación
58
que conde-
nó a Galileo como impío y como absurdo, por haber
demostrado el movimiento de la Tierra alrededor
del Sol, haya tenido algún conocimiento de las ideas
del canciller Bacon
59
, quien proponía examinar si la
atracción es dada por la materia; supongo que el
relator de ese tribunal hizo observar a aquellos gra-
ves personajes que había gente lo bastante loca en
Inglaterra para sospechar que Dios podía dar a toda
la materia, desde Saturno hasta nuestro pequeño
montón de barro, una tendencia hacia un centro,
una atracción, una gravitación, que sería absoluta-
mente independiente de toda impulsión, puesto que
la impulsión dada por un fluido en movimiento
actúa en razón de las superficies, y que esa gravita-
ción actúa en razón de los sólidos. ¿No veis a esos
jueces de la razón humana, y de Dios mismo, dictar
al punto sus sentencias, anatematizar esa gravita-
ción que Newton demostró después, proclamar que
eso es imposible para Dios y declarar que la gravita-
ción hacia un centro es una blasfemia? Soy culpa-
ble, me parece, de la misma temeridad cuando oso
asegurar que Dios no puede hacer sentir y pensar a
un ser organizado cualquiera.
En quinto lugar, no puedo dudar de que Dios
haya concedido sensaciones, memoria, y por consi-
guiente ideas, a la materia organizada en los anima-
65
les. ¿Por qué, pues, voy a negar que pueda hacer el
mismo presente a otros animales? Ya se ha dicho: la
dificultad consiste menos en saber si la materia
organizada puede pensar que en saber cómo un ser,
sea el que fuere, piensa.
El pensamiento tiene algo de divino; sí, sin duda,
y por eso nunca sabré lo que es el ser pensante. El
principio del movimiento es divino, y nunca sabré la
causa de ese movimiento cuyas leyes ejecutan todos
mis miembros.
Cuando estaba siendo amamantado, el hijo de
Aristóteles atraía a su boca el pezón que chupaba
formando exactamente con su lengua, que retiraba,
una máquina neumática, sorbiendo el aire, forman-
do el vacío, mientras su padre no sabía nada de todo
esto y decía al azar que la naturaleza aborrece el
vacío
60
.
A la edad de cuatro años el hijo de Hipócrates
demostraba la circulación de la sangre pasándose el
dedo por la mano, e Hipócrates no sabía que la san-
gre circulase.
Nosotros somos esos niños mientras existimos;
realizamos cosas admirables y ningún filósofo sabe
cómo se hacen.
En sexto lugar he aquí las razones, o mejor las
dudas, que me proporciona mi facultad intelectual
sobre la modesta aserción de Locke. No digo en ab-
soluto, repito, que es la materia la que piensa en
nosotros; digo con él que no nos corresponde decla-
66
rar que sea imposible a Dios hacer pensar a la mate-
ria, que es absurdo declararlo, y que no corresponde
a unos gusanos limitar la potencia del Ser supremo.
En séptimo lugar añado que esa cuestión es ab-
solutamente ajena a la moral porque, sea que la
materia pueda pensar o no, todo el que piensa debe
ser justo, porque el átomo al que Dios haya dado el
pensamiento puede merecer o desmerecer, ser cas-
tigado o recompensado, y durar eternamente, igual
que el ser desconocido llamado antaño soplo y hoy
espíritu, del que aún tenemos menos noción que de
un átomo.
Sé perfectamente que quienes han creído que el
ser llamado soplo podía ser el único susceptible de
sentir y pensar han perseguido
61
a los que han sali-
do en defensa del sabio Locke, y que no han osado
limitar el poder de Dios a no animar más que este
soplo. Pero cuando el universo entero creía que el
alma era un cuerpo ligero, un soplo, una sustancia
de fuego, ¿se habría hecho bien persiguiendo a los
que han venido a enseñarnos que el alma es inmate-
rial? Todos los Padres de la Iglesia, que creyeron el
alma un cuerpo sutil, ¿habrían hecho bien persi-
guiendo a los otros Padres que han aportado a los
hombres la idea de la inmaterialidad perfecta? No,
sin duda, porque el perseguidor es abominable; por
tanto, los que admiten la inmaterialidad perfecta sin
comprenderla han debido tolerar a los que la recha-
zaban porque no la comprendían. Los que han nega-
67
do a Dios el poder de animar el ser desconocido lla-
mado materia han debido tolerar también a los que
no han osado despojar a Dios de ese poder: por-
que es muy deshonesto odiarse por unos silogismos.
XXX
¿Qué he aprendido hasta ahora?
He contado, pues, con Locke y conmigo mismo, y
me he encontrado dueño de cuatro o cinco verdades,
liberado de un centenar de errores y cargado con
una inmensa cantidad de dudas. Luego me he dicho
a mí mismo: Esas pocas verdades que he adquirido
mediante mi razón serán entre mis manos muy esté-
riles si no puedo encontrar en ellas algún principio
de moral. Para un animal tan endeble como el hom-
bre es hermoso haberse elevado al conocimiento del
amo de la naturaleza; pero esto no me servirá más
que la ciencia del álgebra si no saco de ello alguna
regla para la conducta de mi vida.
XXXI
¿Hay una moral?
Cuantos más hombres diferentes he visto debido
al clima, las costumbres, el lenguaje, las leyes, el
culto y la medida de su inteligencia, más he observa-
68
do que todos tienen el mismo fondo de moral; todos
poseen una noción rudimentaria de lo justo y de lo
injusto sin saber una palabra de teología; todos han
adquirido esa misma noción a la edad en que se des-
pliega la razón, lo mismo que todos han adquirido
naturalmente el arte de levantar fardos por medio
de estacas y de pasar un riachuelo sobre un trozo de
madera sin haber aprendido matemáticas.
Me ha parecido, por tanto, que esa idea de lo
justo y de lo injusto les era necesaria, pues todos
estaban de acuerdo en ese punto en cuanto podían
obrar y razonar. La inteligencia suprema que nos
formó quiso que hubiera justicia en la tierra para
que pudiéramos vivir en ella cierto tiempo. Me pare-
ce que, al no tener ni instinto para alimentarnos
como los animales, ni armas naturales como ellos, y
vegetando varios años en la debilidad de una infan-
cia expuesta a todos los peligros, los pocos hombres
que habrían quedado tras escapar a los dientes de
las fieras, al hambre, a la miseria, se habrían dedi-
cado a disputarse algún alimento y algunas pieles
de animales, y no habrían tardado en destruirse
como los hijos del dragón de Cadmo tan pronto co-
mo hubieran podido servirse de algún arma
62
. Al
menos no habría existido sociedad ninguna si los
hombres no hubieran concebido la idea de alguna
justicia, que es el vínculo de toda sociedad.
¿Cómo el egipcio que levantaba pirámides y obe-
liscos, y el escita errante que no conocía siquiera las
69
chozas, habrían tenido las mismas nociones funda-
mentales de lo justo y de lo injusto, si Dios no
hubiera dado desde siempre a uno y otro esa razón
que, al desarrollarse, los hace vislumbrar los mis-
mos principios necesarios, así como les dio unos
órganos que, cuando han alcanzado el grado de su
energía, perpetúan necesariamente y de la misma
manera la raza del escita y del egipcio? Veo una
horda bárbara, ignorante, supersticiosa, un pueblo
sanguinario y usurero, que ni siquiera tenía en su
jerga un término para designar la geometría y la
astronomía
63
: sin embargo, este pueblo tiene las
mismas leyes fundamentales que el sabio caldeo
que conoció las rutas de los astros, y que el fenicio,
todavía más sabio, que se sirvió del conocimiento de
los astros para ir a fundar colonias en los límites
del hemisferio donde el Océano se confunde con el
Mediterráneo. Todos estos pueblos proclaman que
hay que respetar a su padre y a su madre; que el per-
jurio, la calumnia, el homicidio son abominables.
Así pues, todos deducen las mismas consecuencias
del mismo principio de su razón desarrollada.
XXXII
Utilidad real — Noción de la justicia
La noción de algo justo me parece tan natural,
tan universalmente adquirida por todos los hom-
70
bres, que es independiente de toda ley, de todo
pacto, de toda religión. Si reclamo a un turco, a un
guebro, a un malabar
64
, el dinero que le presté para
alimentarse y vestirse, nunca se le ocurrirá respon-
derme: «Esperad a que sepa si Mahoma, Zoroastro
o Brahma ordenan que os devuelva vuestro dinero».
Admitirá que es justo pagarme, y si no lo hace es
porque su pobreza o su avaricia prevalecen sobre la
justicia que reconoce.
Doy por sentado que no hay ningún pueblo en
el que sea justo, bello, conveniente, honrado, negar el
alimento a su padre y a su madre cuando puede dár-
selo; que ninguna población ha podido mirar nunca
la calumnia como una acción buena, ni siquiera en
una sociedad de santurrones fanáticos.
La idea de justicia me parece una verdad tan de
primer orden, a la que todo el universo asiente, que
los mayores crímenes que afligen a la sociedad hu-
mana todos son cometidos bajo un falso pretexto de
justicia. El mayor de los crímenes, al menos el más
destructivo y por consiguiente el más opuesto a la
finalidad de la naturaleza, es la guerra; pero no hay
ningún agresor que no coloree esa fechoría con el
pretexto de la justicia.
Los depredadores romanos hacían declarar jus-
tas todas sus invasiones por unos sacerdotes llama-
dos feciales. Todo bandido que se encuentra al fren-
te de un ejército inicia sus excesos con un manifies-
to, e implora al dios de los ejércitos.
71
Hasta los ladronzuelos cuando están asociados,
se guardan mucho de decir: «Vamos a robar, vamos
a arrebatar a la viuda y al huérfano su alimento»;
dicen: «Seamos justos, vamos a recuperar nuestro
bien de las manos de los ricos que nos lo quitaron».
Tienen entre ellos, incluso, un diccionario que viene
imprimiéndose desde el siglo
XVI
65
; y en ese vocabu-
lario, que ellos llaman argot, las palabras robo,
hurto, rapiña, no aparecen; se sirven de términos
que responden a ganar, recuperar.
Jamás se pronuncia la palabra injusticia en un
consejo de Estado en el que se propone el asesinato
más injusto; los conspiradores, incluso los más san-
guinarios, nunca han dicho: «Cometamos un cri-
men». Todos han dicho: «Venguemos a la patria de
los crímenes del tirano; castiguemos lo que nos
parece una injusticia». En una palabra, aduladores
cobardes, ministros bárbaros, conspiradores odio-
sos, ladrones sumidos en la iniquidad, todos rinden
homenaje, a pesar suyo, a la virtud misma, que
pisotean.
Siempre me ha sorprendido que, entre los fran-
ceses, que son ilustrados y civilizados, se hayan
tolerado en el teatro estas máximas, tan horribles
como falsas, que se encuentran en la primera esce-
na de Pompeyo, y que son mucho más exageradas
que las de Lucano, del que están imitadas:
72
La justice et le droit sont de vaines idées…
Le droit des rois consiste à ne rien épargner
66
.
Y se ponen estas abominables palabras en boca
de Fotin, ministro del joven Ptolomeo. Pero, preci-
samente porque es ministro, debía decir todo lo
contrario; debía hacer ver la muerte de Pompeyo
como una desgracia necesaria y justa.
Creo, pues, que las ideas de lo justo y de lo injus-
to son tan claras, tan universales, como las ideas de
salud y de enfermedad, de verdad y de falsedad,
de conveniencia y de inconveniencia. Los límites de
lo justo y de lo injusto son muy difíciles de determi-
nar; lo mismo que es difícil señalar el estado inter-
medio entre la salud y la enfermedad, entre lo que
es conveniencia y la inconveniencia de las cosas,
entre lo falso y lo verdadero. Son matices que se
mezclan, pero los colores chillones saltan a la vista
de todos. Por ejemplo, todos los hombres confiesan
que se debe devolver lo que ha sido prestado; pero
si sé con certeza que aquel a quien debo dos millo-
nes los utilizará para someter a mi patria, ¿debo
devolverle esa arma funesta? Aquí los sentimientos
se dividen; pero en general debo cumplir mi jura-
mento cuando de ello no resulta ningún mal: de esto
nunca ha dudado nadie.
73
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