V fórcola Voltaire



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Voltaire (2010) El filosofo ignorante


v
fórcola
Voltaire
EL FILÓSOFO IGNORANTE
Traducción de Mauro Armiño
Prólogo de Fernando Savater

EL FILÓSOFO IGNORANTE

Voltaire
EL FILÓSOFO IGNORANTE
Prólogo de
Fernando Savater
Traducción y notas de 
Mauro Armiño
fórcola

Singladuras
Director de la colección: Francisco Javier Jiménez
Diseño de cubierta: Silvano Gozzer
Maquetación y corrección: Susana Pulido
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está
protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas,
además de las correspondientes indemnizaciones por daños y
perjuicios para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o
comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra litera-
ria, artística o científica, o su transformación, interpretación o
ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comuni-
cada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
Título original: Le Philosophe ignorant
© Del Prólogo, Fernando Savater, 2010
© De la traducción y las notas, Mauro Armiño, 2010
© Fórcola Ediciones, 2010
C/ Querol, 4 - 28033 Madrid 
www.forcolaediciones.com
Depósito legal: M- 20011-2010
ISBN: 978-84-936321-4-4 [edición impresa]
ISBN: 978-84-15174-21-9 [edición digital (PDF)] 
Imprime: Elece Industria Gráfica, S. L.
Encuadernación: Moen, S. L.
Impreso en España, CEE. Printed in Spain

Primera cuestión   . . . . . . . . . . . . . . . . .
17
Nuestra debilidad  . . . . . . . . . . . . . . . . .
18
¿Cómo puedo pensar?   . . . . . . . . . . . . .
19
¿Me es necesario saber?   . . . . . . . . . . .
21
Aristóteles, Descartes y Gassendi  . . . .
21
Los animales  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
23
La experiencia   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Sustancia   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Límites estrechos   . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
Descubrimientos imposibles   . . . . . . . . 27
Desesperación fundada   . . . . . . . . . . . . 28
Debilidad de los hombres   . . . . . . . . . . 30
¿Soy libre?   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
¿Es todo eterno?   . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Inteligencia   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
37
Eternidad   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38
Incomprensibilidad   . . . . . . . . . . . . . . . 38
ÍNDICE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
Prólogo de Fernando Savater   . . . . . . . . . . . . . . . .

Nota de traducción   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13 
El filósofo ignorante

Infinito   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
39
Mi dependencia   . . . . . . . . . . . . . . . . . .
40
La eternidad de nuevo   . . . . . . . . . . . . . 41
Mi dependencia de nuevo   . . . . . . . . . . 43
Nueva cuestión   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Un solo artífice supremo   . . . . . . . . . . . 44
Spinoza   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Absurdidades   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
54
Del mejor de los mundos   . . . . . . . . . .
57
De las mónadas, etcétera   . . . . . . . . . .
60
De las formas plásticas   . . . . . . . . . . . .
61
De Locke   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
62
¿Qué he aprendido hasta ahora?   . . . . 68
¿Hay una moral?   . . . . . . . . . . . . . . . . .
68
Utilidad real – Noción de la justicia  . . 70
¿Es prueba de verdad el consenso 
universal?   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74
Contra Locke   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
Contra Locke   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
La naturaleza igual en todas partes   .
80
De Hobbes   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Moral universal   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
De Zoroastro   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
De los brahmanes   . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
De Confucio   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
De los filósofos griegos y en primer 
lugar de Pitágoras   . . . . . . . . . . . . . . . .
87
De Zaleuco   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
De Epicuro   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
88
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV

De los estoicos   . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
89
Filosofía y virtud   . . . . . . . . . . . . . . . . .
91
De Esopo   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
91
De la paz nacida de la filosofía  . . . . . .
92
Otras cuestiones  . . . . . . . . . . . . . . . . . .
93
Otras cuestiones  . . . . . . . . . . . . . . . . . .
94
Ignorancia  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
94
Otras ignorancias   . . . . . . . . . . . . . . . . .
95
Mayor ignorancia  . . . . . . . . . . . . . . . . .
96
Ignorancia ridícula  . . . . . . . . . . . . . . . .
97
Peor que ignorancia   . . . . . . . . . . . . . .
98
Comienzo de la razón   . . . . . . . . . . . . .
98
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
LI
LII
LIII
LIV
LV
LVI
Notas  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
Índice onomástico   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131

E
MPECEMOS
por constatar algo obvio y que sin
embargo puede sonar paradójico: llamar a un filó-
sofo «ignorante» es una redundancia. Desde sus
orígenes, ser filósofo es asumir que uno no posee
a «sofía», la sabiduría, sino que solamente aspira a
ella con amor –«filía» no siempre correspondido.
Ya de entrada se admite que no se es un «sofós», un
sabio, sino sólo alguien que duda de los saberes
establecidos y suspira por un saber verdadero, tan
invulnerable a la duda como, ay, inalcanzable. El
sabio sabe que sabe (o cree que sabe) mientras que
el filósofo sólo sabe que no sabe… pero está seguro
de que le gustaría saber.
No es cuestión de modestia, nada de eso, sino, al
contrario, exceso de ambición intelectual: lo que
el filósofo quisiera saber es algo tan vasto y esencial
que desborda los conocimientos asequibles a nues-
tras limitadas capacidades de observación y expe-
riencia. Por eso sus mayores triunfos se resuelven
finalmente en fracasos, por eso ningún filósofo
logra poner punto final a la filosofía… ni siquiera
anular definitivamente a los filósofos que le han
9
PRÓLOGO
Voltaire, escéptico y militante
Fernando Savater

precedido y que siguen presentes en su propia obra,
dudosos y tenaces. Dedicarse de veras a la filosofía
es renunciar a la resignación y a la paciencia, tan
sabias. El filósofo es –y pido perdón por parafra-
sear a José María Pemán– un «divino impaciente».
La impaciencia de Voltaire iba por otro lado. A él
no le desazonaba la ausencia de certezas definitivas
y esenciales, sino la urgencia de acabar con los erro-
res –de uno u otro tamaño– que obstaculizan el
logro de una vida razonablemente dichosa y próspe-
ra para los humanos. Si alguien creyó firmemente
(pese a su radical escepticismo) en el «primum vive-
re, deinde philosophari», ese fue Voltaire. Combi-
naba un agudo escepticismo respecto a la posibilidad
de resolver de una vez por todas las grandes cuestio-
nes con un optimismo militante sobre la mejora de
los asuntos cotidianos: está a nuestro alcance lograr
una vida más racional, más higiénica, mejor infor-
mada y menos cruel… si acabamos con prejuicios y
supersticiones. Los filósofos deberían aplicarse a
esta tarea y no a intentar resolver acertijos metafí-
sicos que trascienden lo que un modesto mamífero
como es el hombre puede abarcar. 
Es precisamente el exceso de ambición y la pre-
sunción que la acompaña lo que ha hecho hasta hoy
tan ineficaces a los filósofos. En un párrafo contun-
dente de este libro, Voltaire traza un balance desola-
dor: «Desde Tales hasta los profesores de nuestras
universidades, y hasta los más quiméricos razonado-
10

res, y hasta sus plagiarios, ningún filósofo ha influi-
do ni siquiera en las costumbres de la calle en que
vivía. ¿Por qué? Porque los hombres se rigen por la
costumbre y no por la metafísica. Un solo hombre
elocuente, hábil y prestigioso podrá mucho sobre los
hombres; cien  filósofos no podrán nada si no son
más que filósofos». No hace falta decir que Voltaire
quiso siempre ser ese hombre elocuente e influyen-
te y no uno más en la caterva estéril de los filósofos
digamos «puros».
El filósofo ignorante aparece mencionado por
primera vez en una carta de Mme. du Deffand a
Walpole, fechada en 1767. Es lógico suponer que fue
escrito el año anterior, es decir ya en la anciani-
dad del autor. Está compuesto de apuntes breves,
a veces perentorios (estilo «no le des más vueltas»)
y a menudo irónicos, o mejor: sarcásticos. Ni siquie-
ra Locke, al que admiró y veneró toda su vida, se
salva de algunos zarpazos. Voltaire vuelve a defen-
der su deísmo contra todo y contra todos (en espe-
cial contra actitudes como la de Spinoza, al cual
sitúa perspicazmente del lado del ateísmo a pesar
de hablar tanto de Dios). Para su mente práctica y
ordenada, un Ser Superior que garantice el orden
racional del Universo y la ley moral, pero sin mez-
clarse en querellas inquisitoriales ni absurdas
supersticiones, es un servicio público intelectual de
primera necesidad. Si por casualidad no existiera,
deberíamos inventarlo y defenderlo nosotros –es
11

decir, los humanos que queremos vivir mejor– por
razones de estricta utilidad…
En las últimas líneas, constata que el «mons-
truo» enemigo de la razón (al que no es difícil poner
nombre y apellidos, aunque varíen a lo largo de la
historia) sigue activo y por tanto quien defienda
la verdad corre el riesgo permanente de ser perse-
guido por causa de ella. Sin embargo, a pesar de esa
amenaza, no debemos permanecer «ociosos en las
tinieblas». Es el mensaje final de alguien que per-
maneció activo y combativo hasta su último aliento.
12

S
ABEMOS
que las partes esenciales de este pequeño
ensayo fueron escritas por Voltaire verosímilmente
a principios de 1766; publicado junto con otras pie-
zas en ese año, probablemente en diciembre, cuan-
do Voltaire ya ha cumplido setenta y dos años, en
1767 ya eran seis las reediciones de Le philosophe
ignorant. Luego fue integrado, con el título de Les
Questions d’un homme qui ne sait rien (Las cuestio-
nes de un hombre que no sabe nada), en los Nou-
veaux Mélanges del autor.
Para la traducción sigo el texto de Le philosophe
ignorant incluido en el tomo de Mélanges de Vol-
taire preparado por Jacques van den Heuvel (Galli-
mard, 1961). En 1987, en The Complete Works of
Voltaire apareció su edición crítica al cuidado de
Roland Mortier, especialista del siglo ilustrado (ree-
dición de la Voltaire Foundation, Oxford, 2000). En
ella se sigue la edición prínceps de 1766, sin atender
algunas variantes –además de los tres últimos capí-
tulos, LVII, LVIII y LIX, eliminados a partir de
1767– introducidos por Voltaire; la más significati-
va, la del término «duda» de los títulos capitulares,
que el filósofo sustituyó por «cuestión». 
M. A.
13
NOTA DE TRADUCCIÓN

El filósofo ignorante

17
Primera cuestión
¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces? ¿Qué
llegarás a ser? Es una cuestión que debe plantearse a
todos los seres del universo, pero a la que ninguno
nos responde. Pregunto a las plantas qué virtud las
hace crecer, y cómo el mismo terreno produce fru-
tos tan diversos. Estos seres insensibles y mudos,
aunque enriquecidos con una facultad divina, me
dejan en mi ignorancia y con mis vanas conjeturas.
Interrogo a esa multitud de animales diferentes
que en su totalidad tienen movimiento y lo comuni-
can, que gozan de las mismas sensaciones que yo,
que tienen una medida de ideas y de memoria junto
con todas las pasiones. Saben todavía menos que yo
lo que son, por qué son, y qué llegan a ser.
Sospecho, tengo motivos incluso para creer, que
los planetas que giran alrededor de los innumera-
bles soles que llenan el espacio están habitados por
seres sensibles y pensantes; pero una barrera eterna
nos separa, y ninguno de estos habitantes de otros
globos se ha comunicado con nosotros.

En Le Spectacle de la nature
1
, el señor prior le
dice al señor caballero que los astros estaban hechos
para la Tierra, y la Tierra, así como los animales,
para el hombre. Pero como el pequeño globo de la
Tierra gira como los demás planetas alrededor del
Sol; como los movimientos regulares y proporciona-
les de los astros pueden subsistir eternamente sin
que existan hombres; como en nuestro pequeño
planeta hay infinitamente más animales que seme-
jantes míos, he pensado que el señor prior tenía
cierto exceso de amor propio al presumir que todo
había sido hecho para él; he visto que, a lo largo de
su vida, el hombre es devorado por todos los anima-
les si está indefenso, y que todos lo devoran también
después de su muerte. Por eso me ha costado mu-
cho trabajo concebir que el señor prior y el señor
caballero fuesen los reyes de la naturaleza. Esclavo
de todo lo que me rodea en lugar de ser rey, encerra-
do en un punto, y rodeado por la inmensidad, em-
piezo por buscarme a mí mismo.
II
Nuestra debilidad
Soy un animal débil; al nacer no tengo ni fuerza,
ni conocimiento, ni instinto; ni siquiera puedo
arrastrarme hasta la teta de mi madre, como hacen
18

todos los cuadrúpedos; sólo adquiero algunas ideas
de la misma manera que adquiero un poco de fuer-
za, cuando mis órganos empiezan a desarrollarse.
Esa fuerza aumenta en mí hasta la época en que, no
pudiendo crecer más, disminuye día tras día. Ese
poder de concebir ideas aumenta asimismo hasta su
término, y luego se desvanece insensible y gradual-
mente.
¿Cuál es la mecánica que aumenta a cada instan-
te las fuerzas de mis miembros hasta el límite pres-
crito? Lo ignoro; y quienes han pasado su vida bus-
cando esa causa no saben más que yo.
¿Cuál es ese otro poder que hace entrar unas
imágenes en mi cerebro, que las conserva en mi
memoria? Quienes han hecho la experiencia lo han
buscado inútilmente; todos estamos en la misma
ignorancia de los primeros principios en que nos
encontrábamos en nuestra cuna.
III
¿Cómo puedo pensar?
¿Me han enseñado algo los libros escritos desde
hace dos mil años? A veces nos entran ganas de sa-
ber cómo pensamos, aunque rara vez nos entren
deseos de saber cómo digerimos, cómo andamos.
He interrogado a mi razón, le he preguntado lo que
es: esa pregunta siempre la ha dejado confusa.
19

Por medio de ella he tratado de descubrir si las
mismas causas que me hacen digerir, que me hacen
andar, son las mismas por las que tengo ideas.
Nunca he podido concebir cómo y por qué estas
ideas huían cuando el hambre debilitaba mi cuerpo,
y cómo renacían cuando había comido.
He visto una diferencia tan grande entre los pen-
samientos y la comida, sin la que no pensaría, que
he creído que había en mí una sustancia que razo-
naba y otra sustancia que digería. Sin embargo,
cuando he querido seguir demostrándome que
somos dos, he sentido burdamente que soy uno
solo; y esa contradicción siempre me ha causado un
dolor extremado.
He preguntado a algunos de mis semejantes que
cultivan la tierra, nuestra madre común, con mucho
esfuerzo, si sentían que eran dos, si habían descu-
bierto por medio de su filosofía que poseían en sí
mismos una sustancia inmortal, y sin embargo for-
mada de nada, que existe sin extensión, que actúa
sobre sus nervios sin tocarlos, expresamente envia-
da al vientre de su madre seis semanas después de su
concepción; han pensado que yo tenía ganas de bur-
la y han seguido labrando sus campos sin respon-
derme.
20

IV
¿Me es necesario saber?
Así pues, viendo que una enorme cantidad de
hombres no tenía la menor idea de las dificultades
que me preocupan y ni siquiera sospechaba lo que
se dice en las escuelas del ser en general, de la mate-
ria, del espíritu, etcétera; viendo incluso que se bur-
laban con frecuencia de lo que yo quería saber, he
sospechado que no era del todo necesario que lo su-
piéramos. He pensado que la naturaleza ha dado a
cada ser la porción que le conviene; y he creído que
las cosas que no podemos alcanzar no son de nues-
tra incumbencia. Mas, a pesar de esta desesperanza,
no dejo de desear instruirme y mi curiosidad enga-
ñada sigue siendo insaciable.
V
Aristóteles, Descartes y Gassendi
Aristóteles empieza por decir que la incredulidad
es la fuente de la sabiduría; Descartes ha diluido ese
pensamiento, y los dos me han enseñado a no creer
nada de lo que me dicen. El tal Descartes, sobre
todo, después de haber fingido que dudaba, habla en
un tono tan afirmativo de lo que no entiende, está
tan seguro de lo que afirma cuando en física se equi-
voca groseramente, ha construido un mundo tan
21

imaginario, son de un ridículo tan prodigioso sus
torbellinos y sus tres elementos, que debo descon-
fiar de todo lo que me dice sobre el alma después de
haberme engañado tanto sobre los cuerpos. Que lo
elogien, en buena hora, siempre que no se elogien
sus camelos filosóficos, despreciados hoy día para
siempre en toda Europa.
Cree o finge creer que nacemos con pensamien-
tos metafísicos. Sería lo mismo que afirmar que
Homero nació con la Ilíada en la cabeza. Bien es
cierto que, al nacer, Homero tenía un cerebro hecho
de tal modo que, tras adquirir luego ideas poéticas,
unas veces hermosas, otras incoherentes, otras exa-
geradas, terminó escribiendo la Ilíada. Al nacer
traemos el germen de cuanto se desarrolla en noso-
tros; pero en realidad no tenemos más ideas innatas
que pinceles y colores trajeron al nacer Rafael y
Miguel Ángel. 
Para tratar de conciliar las partes dispersas de
sus quimeras, Descartes supuso que el hombre
piensa siempre; sería lo mismo que imaginar que
las aves no dejan nunca de volar, ni los perros de
correr, porque éstos tienen la facultad de correr y
aquéllas la de volar.
A poco que consultemos nuestra propia expe-
riencia y la del género humano, quedamos perfecta-
mente convencidos de lo contrario. No hay nadie lo
bastante loco para creer firmemente que haya pen-
sado toda su vida, día y noche sin interrupción,
22

desde que era feto hasta su última enfermedad. El
recurso de quienes han querido defender ese came-
lo ha sido decir que se pensaba siempre, pero sin
darse uno cuenta. Tanto valdría decir que uno bebe,
que come y que corre a caballo sin saberlo. Si no os
dais cuenta de que tenéis ideas, ¿cómo podéis afir-
mar que las tenéis? Gassendi
2
se burló como debía
de ese extravagante sistema. ¿Sabéis lo que ocurrió?
Tomaron a Gassendi y a Descartes por ateos, porque
razonaban.
VI
Los animales
De la suposición de que los hombres tenían
continuamente ideas, percepciones, concepciones,
se deducía naturalmente que los animales también
las tenían; porque es indiscutible que un perro
de caza tiene la idea de su amo, al que obedece, y de
la caza que le trae. Es evidente que tiene memoria, y
que combina algunas ideas. Así pues, si el pensa-
miento del hombre era también la esencia de su
alma, el pensamiento del perro era también la esen-
cia de la suya, y si el hombre tiene ideas siempre era
preciso que los animales las tuvieran siempre. Para
zanjar esa dificultad, el fabricante de los torbelli-
nos
3
y de la materia estriada osó decir que los ani-
males eran simples máquinas que buscaban de
comer sin tener apetito, que poseían desde luego los
23

órganos del sentimiento para no experimentar
nunca la menor sensación, que gritaban sin dolor,
que expresaban su placer sin alegría, que contaban
con un cerebro para no recibir en él la más ligera
idea, y que de este modo eran una contradicción
perpetua de la naturaleza. 
Este sistema era tan ridículo como el otro; pero,
en lugar de demostrar su extravagancia, fue tratado
de impío; se pretendió que este sistema repugnaba
a la Sagrada Escritura, que dice, en el Génesis
4
, que
«Dios hizo un pacto con los animales, y que les
reclamará la sangre de los hombres que hayan mor-
dido y comido»; lo cual supone de modo manifiesto
en los animales la inteligencia, el conocimiento del
bien y del mal.

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