XX
La eternidad de nuevo
Nacido de un germen venido de otro germen,
¿ha habido una sucesión continua, un desarrollo sin
fin de estos gérmenes, y toda la naturaleza ha exis-
tido siempre mediante una sucesión necesaria de
ese Ser supremo que existía por sí mismo? Si sólo
creyese a mi débil entendimiento diría: Me parece
que la naturaleza siempre ha estado animada. No
puedo concebir que la causa que actúa continua y
visiblemente sobre ella, pudiendo actuar en todo
tiempo, no haya actuado siempre. Una eternidad de
ociosidad en el ser actuante y necesario me parece
incompatible. Me inclino a creer que el mundo ha
emanado siempre de esa causa primitiva y necesa-
41
ria, como la luz emana del Sol. ¿Por qué encadena-
miento de ideas siempre me veo arrastrado a creer
eternas las obras del Ser eterno? Aunque mi con-
cepción sea muy pusilánime, tiene fuerza para
alcanzar al ser necesario que existe por sí mismo, y
no tiene fuerza para concebir la nada. La existencia
de un solo átomo me parece que prueba la eterni-
dad de la existencia; pero nada me prueba la nada.
¿Cómo? ¿Habría habido nada en el espacio donde
hoy hay algo? Esto me parece incomprensible. No
puedo admitir esa nada, a menos que la revelación
venga a fijar mis ideas, que se lanzan más allá de los
tiempos.
Sé perfectamente que una sucesión infinita de
seres que no tuvieran origen ninguno es también
absurda: Samuel Clarke lo demuestra de sobra;
pero éste no sólo se propone afirmar que Dios no ha
mantenido esa cadena desde toda la eternidad; no
se atreve a decir que al Ser eternamente activo le
haya sido tanto tiempo imposible desplegar su
acción. Es evidente que ha podido hacerlo; y si ha
podido, ¿quién será lo bastante audaz para decirme
que no lo ha hecho? Lo repito, sólo la revelación
puede enseñarme lo contrario; pero aún no hemos
llegado a esa revelación que aplasta toda filosofía, a
esa luz ante la que toda luz se desvanece
24
.
42
XXI
Mi dependencia de nuevo
Ese Ser eterno, esa causa universal me da ideas;
porque no son los objetos los que me las dan. Una
materia bruta no puede enviar pensamientos a mi
cabeza; mis pensamientos no proceden de mí, pues
llegan a pesar mío y a menudo se van de la misma
manera. Se sabe perfectamente que no hay ningún
parecido, ninguna relación entre los objetos y nues-
tras ideas y nuestras sensaciones. Cierto: había algo
sublime en ese Malebranche
25
, que osadamente
pretendía que vemos todo en Dios mismo; pero ¿no
había nada de sublime en los estoicos, que pensa-
ban que es Dios quien obra en nosotros, y que no-
sotros poseemos un destello de su sustancia? Entre
el sueño de Malebranche y el sueño de los estoicos,
¿dónde está la realidad? Vuelvo a caer (Cuestión II)
en la ignorancia, que es el atributo de mi naturale-
za; y adoro al Dios por quien pienso, sin saber cómo
pienso.
XXII
Nueva cuestión
Convencido por mi poco de razón de que existe
un ser necesario, eterno, inteligente, de quien reci-
bo mis ideas sin poder adivinar ni cómo ni por qué,
43
pregunto qué es ese ser, si tiene la forma de las
especies inteligentes y actuantes superiores a la mía
en otros globos. Ya he dicho que no sabía nada
sobre eso (Cuestión I). Sin embargo no puedo afir-
mar que eso sea imposible, porque percibo planetas
muy superiores al mío en extensión, rodeados por
más satélites que la Tierra. No es absolutamente
inverosímil que estén poblados por inteligencias
muy superiores a mí, y por cuerpos más robustos,
más ágiles y más duraderos. Pero como su existen-
cia no tiene ninguna relación con la mía, dejo a los
poetas de la Antigüedad la tarea de hacer descender
a Venus de su pretendido tercer cielo, y a Marte del
quinto
26
; yo sólo debo buscar la acción del ser nece-
sario sobre mí mismo.
XXIII
Un solo artífice supremo
Una gran parte de los hombres, al ver el mal físi-
co y el mal moral diseminados por este globo, ima-
ginó dos seres poderosos, uno de los cuales produ-
cía todo el bien y el otro todo el mal. Si existían,
serían necesarios; serían eternos, independientes,
ocuparían todo el espacio; existirían por tanto en el
mismo lugar; se penetrarían por tanto el uno al
otro: esto es absurdo. La idea de estas dos potencias
enemigas sólo puede derivar de los ejemplos que
44
nos sorprenden en la tierra: vemos en ella hombres
dulces y hombres feroces, animales útiles y anima-
les nocivos, buenos amos y tiranos. De este modo
imaginaron poderes contrarios que presidían la
naturaleza; no es más que un cuento asiático
27
. En
toda la naturaleza hay una unidad de propósito
manifiesta; las leyes del movimiento y de la grave-
dad son invariables; es imposible que dos artífices
supremos, totalmente contrarios uno a otro, hayan
seguido las mismas leyes. Esto basta, en mi opinión,
para echar abajo el sistema maniqueo, y no se nece-
sitan gruesos volúmenes para combatirlo.
Hay por tanto una potencia única, eterna, a la
que todo está ligado, de la que todo depende, pero
cuya naturaleza es incomprensible para mí. Santo
Tomás nos dice que «Dios es un puro acto, una
forma, que no tiene género ni predicado, que es la
naturaleza y el agente, que existe esencial, partici-
pativa y nuncupativamente»
28
. Cuando los domini-
cos fueron los amos de la Inquisición, habrían man-
dado quemar a un hombre que hubiera negado
estas bellas cosas; yo no las habría negado, pero no
las habría entendido.
Se me dice que Dios es simple; confieso humil-
demente que tampoco entiendo el valor de esta
palabra. Es cierto que no le atribuiría partes grose-
ras que yo pudiera separar; pero no puedo concebir
que el principio y el amo de todo lo que hay en la
extensión no esté en la extensión. Hablando en
45
rigor, la simplicidad me parece demasiado seme-
jante al no ser. La extrema debilidad de mi inteli-
gencia no tiene instrumento lo bastante sutil para
captar esa simplicidad. El punto matemático es sim-
ple, me dirán; pero el punto matemático no existe
en realidad.
También se dice que una idea es simple, pero
tampoco lo entiendo. Veo un caballo, tengo su idea,
pero en él no he visto más que un conjunto de cosas.
Veo un color, tengo la idea de color; pero ese color
es extensión. Pronuncio los nombres abstractos de
color en general, de vicio, de virtud, de verdad en
general; pero es que he tenido conocimiento de
cosas coloreadas, de cosas que me han parecido vir-
tuosas o viciosas, verdaderas o falsas: expreso todo
esto mediante una palabra, pero no tengo conoci-
miento claro de la simplicidad; ignoro lo que es
igual que ignoro lo que es un infinito en números
efectivamente existente.
Ya convencido de que, al no conocer lo que soy,
no puedo conocer lo que es mi autor, mi ignorancia
me abruma a cada instante, y me consuelo pensan-
do continuamente en que no importa que yo sepa si
mi amo está o no está en la extensión, con tal de que
yo no haga nada contra la conciencia que él me ha
dado. De todos los sistemas que los hombres han
inventado sobre la Divinidad, ¿cuál será el que
abrace? Ninguno, sólo el de adorarla.
46
XXIV
Spinoza
Después de haberme sumido con Tales en el
agua de la que hacía su principio primero
29
, des-
pués de haberme chamuscado junto al fuego de
Empédocles
30
, después de haber corrido en el vacío
en línea recta con los átomos de Epicuro
31
, de haber
calculado los números con Pitágoras
32
, y de ha-
ber oído su música; después de haber presentado
mis respetos a los andróginos de Platón
33
, y tras
haber pasado por todas las regiones de la metafísica
y de la locura, al fin he querido conocer el sistema
de Spinoza
34
.
No es absolutamente nuevo; está imitado de
algunos antiguos filósofos griegos, e incluso de algu-
nos judíos; pero Spinoza ha hecho lo que ningún
filósofo griego, y menos todavía ningún judío, hizo:
ha empleado un método geométrico imponente
para darse cuenta clara de sus ideas. Veamos si no
se ha extraviado metódicamente con el hilo que lo
guía.
Establece ante todo una verdad indiscutible y
luminosa: Hay algo, por lo tanto existe eternamen-
te un ser necesario. Este principio es tan verdadero
que el profundo Samuel Clarke se sirvió de él para
probar la existencia de Dios.
Ese ser debe hallarse en todas partes donde está
la existencia, pues ¿quién lo limitaría?
47
Ese ser necesario es por tanto todo lo que existe:
así pues, realmente no hay más que una sola sustan-
cia en el universo.
Esa sustancia no puede crear otra: porque, como
ella lo llena todo, ¿dónde meter una sustancia
nueva, y cómo crear alguna cosa de la nada? ¿Cómo
crear la extensión sin colocarlo en la extensión
misma, que necesariamente existe?
En el mundo existen el pensamiento y la mate-
ria; la sustancia necesaria que llamamos Dios es por
tanto el pensamiento y la materia. Todo pensamien-
to y toda materia están comprendidas por consi-
guiente en la inmensidad de Dios: no puede existir
nada fuera de él; no puede actuar más que en él; él
lo abarca todo, él es todo.
Así, cuanto llamamos sustancias diferentes no
es de hecho más que la universalidad de los diferen-
tes atributos del Ser supremo, que piensa en el cere-
bro de los hombres, alumbra en la luz, se mueve
sobre los vientos, estalla en el trueno, recorre el
espacio en todos los astros y vive en toda la natura-
leza.
No está confinado, como un vil rey de la tierra,
en su palacio, separado de sus súbditos; está ínti-
mamente unido a ellos, que son partes necesarias de
sí mismo; si se hubiera distinguido de ellos, ya no
sería el ser necesario, ya no sería universal, no lle-
naría todos los lugares, sería un ser aparte como
otro cualquiera.
48
Aunque todas las modalidades cambiantes en el
universo sean efecto de sus atributos, sin embargo,
según Spinoza, no hay partes: porque, dice, el infi-
nito no las tiene en absoluto propiamente dichas; si
las tuviera, podrían añadírsele otras, y entonces ya
no sería infinito. Por último Spinoza proclama que
hay que amar a ese Dios necesario, infinito, eterno;
y éstas son sus propias palabras, p. 45 de la edición
de 1731
35
:
«Respecto al amor de Dios, lejos de que esa idea
lo pueda debilitar, considero que ninguna otra es
más idónea para incrementarlo, puesto que me hace
conocer que Dios es íntimo con mi ser, que me da
la existencia y todas mis propiedades, pero que me
las da liberalmente, sin reproche, sin interés, sin
someterme a otra cosa que a mi propia naturaleza.
Destierra el temor, la inquietud, la desconfianza, y
todos los defectos de un amor vulgar o interesado.
Me hace sentir que es un bien que no puedo perder,
y que poseo tanto más cuanto que lo reconozco y lo
amo».
Estas ideas sedujeron a muchos lectores; hubo
incluso quienes, tras escribir al principio contra él,
se adhirieron a su opinión.
Se reprochó al sabio Bayle
36
haber atacado dura-
mente a Spinoza sin comprenderlo; duramente, lo
admito; injustamente, no lo creo. Sería extraño que
Bayle no lo hubiese comprendido. Descubrió fácil-
mente el punto flaco de este castillo encantado; vio
49
en efecto que Spinoza compone su Dios de partes,
aunque se vea forzado a desdecirse, asustado de su
propio sistema. Bayle vio cuán insensato es hacer a
Dios astro y calabaza, pensamiento y estiércol,
batiente y batido. Vio que esa fábula está muy por
debajo de la de Proteo
37
. Tal vez Bayle debía atener-
se a la palabra modalidades y no a la palabra partes,
dado que es el término modalidades el que Spinoza
emplea siempre. Pero, si no me equivoco, es igual-
mente ridículo que el excremento de un animal sea
una modalidad o una parte del Ser supremo.
Cierto que no combatió las razones por las que
Spinoza sostiene la imposibilidad de la creación;
pero es que la creación propiamente dicha es un
objeto de fe y no de filosofía; es que esa opinión no
es ni mucho menos particular a Spinoza; es que
toda la Antigüedad había pensado como él. Sólo
ataca la idea absurda de un Dios simple compuesto
de partes, de un Dios que se come y que se digiere a
sí mismo, que ama y que odia la misma cosa al
mismo tiempo, etcétera Spinoza se sirve siempre de
la palabra Dios. Bayle lo pilla en sus propias pala-
bras.
Pero, en el fondo, Spinoza no reconoce ningún
Dios; probablemente no ha empleado esa expre-
sión, no ha dicho que sólo hay que servir y amar a
Dios para no asustar al género humano. Parece ateo
en toda la fuerza de este término; no lo es desde
luego como Epicuro, que admitía unos dioses inúti-
50
les y ociosos; no lo es como la mayoría de los grie-
gos y de los romanos, que se burlaban de los dioses
del vulgo; lo es porque no reconoce ninguna Pro-
videncia, porque sólo admite la eternidad, la inmen-
sidad y la necesidad de las cosas; lo es como Estra-
tón
38
, como Diágoras
39
; no duda como Pirrón
40
:
afirma, y ¿qué afirma? Que no hay más que una sola
sustancia, que no puede haber dos, que esa sustan-
cia es extensa y pensante; y eso es lo que nunca dije-
ron los filósofos griegos y asiáticos que admitieron
un alma universal.
En ninguna parte de su libro habla de los propó-
sitos marcados que se manifiestan en todos los
seres. No examina si los ojos están hechos para ver,
las orejas para oír, los pies para andar, las alas para
volar; no considera ni las leyes del movimiento en
los animales y las plantas, ni su estructura adaptada
a estas leyes, ni la profunda matemática que gobier-
na el curso de los astros: teme vislumbrar que todo
lo que existe atestigua una Providencia divina
41
; no
se remonta de los efectos a su causa; sino que,
situándose de golpe en la cabeza del origen de las
cosas, construye su cuento, como Descartes cons-
truyó el suyo, sobre una suposición. Suponía lo
lleno con Descartes aunque esté demostrado, en
rigor, que todo movimiento es imposible en lo lleno.
Eso es sobre todo lo que le hizo mirar el universo
como una sola sustancia. Fue víctima de su espíritu
geométrico. Al no poder dudar de que la inteligen-
51
cia y la materia existen, ¿cómo no examinó Spinoza
por lo menos si la Providencia ha ordenado todo?
¿Cómo no echó una ojeada sobre estos resortes,
sobre estos medios, cada uno de los cuales tiene su
objeto, cómo no buscó si prueban un artífice supre-
mo? Tenía que ser, o un físico muy ignorante, o un
sofista henchido de un orgullo muy estúpido para
no reconocer una Providencia cada vez que respira-
ba y sentía latir su corazón: pues esa respiración y
ese movimiento del corazón son efectos de una
máquina tan industriosamente complicada, dis-
puesta con una habilidad tan potente, dependiente
de tantos resortes que en su totalidad concurren al
mismo fin, que es imposible imitarla, e imposible
que un hombre sensato no la admire.
Los spinozistas modernos responden: No os
asustéis de las consecuencias que nos imputáis;
como vosotros, encontramos una serie de efectos
admirables en los cuerpos organizados y en toda la
naturaleza. La causa eterna está en la inteligencia
eterna que admitimos y que, junto con la materia,
constituye la universalidad de las cosas que es Dios.
No hay más que una sola sustancia que actúa por
la misma modalidad de su pensamiento sobre la
modalidad de la materia, y que de esta forma cons-
tituye el universo, que no forma más que un todo
inseparable.
Se replica a esta respuesta: ¿Cómo podéis pro-
barnos que el pensamiento que hace mover los
52
astros, que anima al hombre, que hace todo, sea una
modalidad, y que las deyecciones de un sapo y de un
gusano sean otra modalidad de ese mismo Ser sobe-
rano? ¿Osaríais decir que un principio tan extraño
está demostrado para vosotros? ¿No cubrís vuestra
ignorancia con palabras que no entendéis? Bayle ha
desenredado muy bien los sofismas de vuestro
maestro en los recovecos y en las oscuridades del
estilo pretendidamente geométrico, y en realidad
muy confuso, de este maestro. Os remito a él; unos
filósofos no deben recusar a Bayle.
Sea como fuere, observaré sobre Spinoza que se
equivocaba de muy buena fe. Me parece que sólo
apartaba de su sistema las ideas que podían perju-
dicarle porque estaba demasiado imbuido de las
suyas; seguía su camino sin mirar nada de lo que
podía atravesarlo, y eso es lo que nos ocurre con
demasiada frecuencia. Hay más, echaba abajo todos
los principios de la moral, a pesar de ser él mismo
de una virtud rígida: sobrio hasta no beber más
que una pinta de vino al mes; desinteresado hasta
entregar a los herederos del infortunado Johan de
Witt
42
una pensión de doscientos florines que le pa-
saba este gran hombre; generoso hasta dar de su
dinero; siempre paciente en sus males y en su pobre-
za, siempre uniforme en su conducta.
Bayle, que tanto lo ha recusado, tenía poco más
o menos el mismo carácter. Uno y otro han buscado
toda su vida la verdad por caminos diferentes.
53
Spinoza hace un sistema especioso en algunos pun-
tos, y muy erróneo en el fondo. Bayle ha combatido
todos los sistemas: ¿qué ha pasado con los escritos
de uno y otro? Han ocupado los ocios de algunos
lectores: a eso se reducen todos los escritos; y desde
Tales hasta los profesores de nuestras universida-
des, y hasta los más quiméricos razonadores, y
hasta sus plagiarios, ningún filósofo ha influido ni
siquiera en las costumbres de la calle en que vivía.
¿Por qué? Porque los hombres se rigen por la cos-
tumbre y no por la metafísica. Un solo hombre elo-
cuente, hábil y prestigioso podrá mucho sobre los
hombres; cien filósofos no podrán nada si no son
más que filósofos.
XXV
Absurdidades
Hay ahora muchos viajes por tierras desconoci-
das; sigue sin servir de nada. Me encuentro como
un hombre que, después de haber vagado por el
Océano, al ver las islas Maldivas de que está sem-
brado el mar Índico quiere visitarlas todas. Mi gran
viaje no me ha valido para nada; veamos si puedo
sacar algún provecho de la observación de estas
pequeñas islas, que sólo parecen servir para entor-
pecer la ruta.
54
Hay un centenar de cursos de filosofía en los que
se me explican cosas de las que nadie puede tener la
menor noción. Éste quiere hacerme comprender la
Trinidad por la física
43
; me dice que se parece a las
tres dimensiones de la materia. Le dejo hablar, y
paso rápidamente. Aquél pretende hacerme tocar
con el dedo la transubstanciación, mostrándome,
por las leyes del movimiento, cómo puede existir un
accidente sin sujeto y cómo un mismo cuerpo puede
estar en dos sitios a la vez
44
. Me tapo los oídos, y
paso más rápidamente todavía.
Pascal, el mismo Blaise Pascal, el autor de las
Lettres provinciales
45
, profiere estas palabras:
«¿Creéis que sea imposible que Dios sea infinito y
sin partes? Voy, pues, a haceros ver una cosa indivi-
sible e infinita: es un punto, que se mueve por todas
partes a una velocidad infinita, porque está en todos
los lugares, totalmente entero en cada sitio».
¡Un punto matemático que se mueve! ¡Santo
cielo! ¡Un punto que sólo existe en la cabeza del geó-
metra, que está en todas partes y al mismo tiempo,
y que tiene una velocidad infinita, como si la veloci-
dad infinita actual pudiera existir! ¡Cada palabra es
una locura, y es un gran hombre el que ha dicho
estas locuras!
Vuestra alma es simple, incorpórea, intangible,
me dice este otro; y como ningún cuerpo puede
tocarla, voy a probaros mediante la física de Alberto
Magno
46
que será quemada físicamente si no sois
55
de mi opinión; y he aquí cómo os lo pruebo a prio-
ri, reforzando a Alberto con los silogismos de
Abelly
47
. Le respondo que no comprendo su a prio-
ri; que su cumplimiento me parece muy duro; que
sólo la revelación, de la que no se trata entre no-
sotros, puede explicarme una cosa tan incomprensi-
ble; que le permito no ser de mi opinión, sin hacer-
le ninguna amenaza; y me alejo de él, por miedo a
que me juegue una mala pasada, porque ese hombre
me parece muy malvado.
Una multitud de sofistas de todos los países y de
todas las sectas me abruma con argumentos ininte-
ligibles sobre la naturaleza de las cosas, sobre la
mía, sobre mi estado pasado, presente y futuro. Si
se les habla de comer y de beber, de ropas, de aloja-
miento, de los géneros necesarios, del dinero con
que nos los procuramos, todos se entienden de
maravilla; si hay algunas pistolas
48
a ganar, todos y
cada uno se afanan, nadie se equivoca en un cénti-
mo; y cuando se trata de todo nuestro ser no tienen
ninguna idea nítida; el sentido común los abando-
na. De ahí vuelvo a mi primera conclusión (Cuestión
IV), que lo que no puede ser de uso universal, lo que
no está al alcance del común de los hombres, lo
que no es entendido por aquellos que más han ejer-
citado la facultad de pensar, no le resulta necesario
al género humano.
56
|