V fórcola Voltaire



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Voltaire (2010) El filosofo ignorante


XXXIII
¿Es prueba de verdad el consenso universal?
Se me puede objetar que el consenso de los hom-
bres de todos los tiempos y de todos los países no
es una prueba de la verdad. Todos los pueblos han
creído en la magia, en los sortilegios, en los ende-
moniados, en las apariciones, en las influencias de
los astros, en cien tonterías semejantes más: ¿no
podría ocurrir lo mismo con lo justo y lo injusto?
Me parece que no. En primer lugar, es falso que
todos los hombres hayan creído en estas quimeras.
Eran, en realidad, el alimento de la imbecilidad del
vulgo, y existe el vulgo de los grandes y el vulgo
del pueblo; pero una multitud de sabios siempre se
ha burlado de ellas: por el contrario, esa gran canti-
dad de sabios siempre ha admitido lo justo y lo
injusto, tanto e incluso más todavía que el pueblo.
La creencia en los brujos, en los endemoniados,
etcétera, está lejos de ser necesaria para el género
humano: por lo tanto es un desarrollo de la razón
dada por Dios, y la idea de los brujos y de los poseí-
dos, etcétera, es, por el contrario, una perversión de
esa misma razón.
74

XXXIV
Contra Locke
Locke, que me instruye y me enseña a desconfiar
de mí mismo, ¿no se engaña a veces igual que yo?
Quiere probar la falsedad de las ideas innatas; pero
¿no añade una razón muy mala a otras muy buenas?
Confiesa que no es justo hacer hervir al prójimo en
una caldera y comérselo. Sin embargo dice que ha
habido pueblos de antropófagos, y que esos seres
pensantes no habrían comido hombres de haber
tenido las ideas de lo justo y de lo injusto, que
supongo necesarias para la especie humana (véase
la Cuestión XXXVI).
Sin entrar aquí en la cuestión de si ha habido en
realidad pueblos de antropófagos, sin examinar las
narraciones del viajero Dampier
67
, que recorrió
toda América y nunca vio ninguno, pero que en
cambio fue recibido por todos los salvajes con la
mayor humanidad, respondo lo siguiente:
Algunos vencedores se comieron a sus esclavos
capturados en la guerra: creían hacer una acción
muy justa; creían tener sobre ellos derecho de vida
y muerte; y como disponían de pocos alimentos
buenos para su mesa, creyeron que les estaba per-
mitido alimentarse con el fruto de su victoria.
Fueron en esto más justos que los triunfadores
romanos, que mandaban ahorcar sin fruto alguno a
los príncipes esclavos que habían encadenado a su
75

carro triunfal. Los romanos y los salvajes tenían
una idea muy falsa de la justicia, lo admito; pero, en
fin, unos y otros creían obrar justamente, y esto es
tan cierto que los propios salvajes, cuando habían
admitido a los cautivos en su sociedad, los mira-
ban como a sus hijos, y esos mismos antiguos roma-
nos dieron mil ejemplos admirables de justicia.
XXXV
Contra Locke
Admito, con el sabio Locke, que no hay ninguna
noción innata, ni principio de práctica innato: es
una verdad tan constante que resulta evidente que
todos los niños tendrían una noción clara de Dios si
hubieran nacido con esa idea, y que todos los hom-
bres estarían de acuerdo en esa misma noción,
acuerdo que nunca se ha visto. No es menos eviden-
te que no nacemos con unos principios desarrolla-
dos de moral, pues no se ve cómo toda una nación
podría rechazar un principio de moral que estuvie-
ra grabado en el corazón de cada individuo de esa
nación.
Suponiendo que todos hayamos nacido con el
principio moral bien desarrollado de que no hay que
perseguir a nadie por su manera de pensar, ¿cómo
pueblos enteros habrían sido perseguidores? Su-
poniendo que cada hombre lleva en sí la ley eviden-
76

te que ordena ser fiel a su juramento, ¿cómo todos
esos hombres reunidos en corporaciones habrán
decidido que no hay que mantener la palabra dada
a unos herejes? Repito una vez más que, en lugar de
estas ideas innatas quiméricas, Dios nos dio una
razón que se fortalece con la edad y que nos enseña
a todos, cuando estamos atentos y carecemos de
pasión y de prejuicio, que hay un Dios, y que hay
que ser justo; pero no puedo conceder a Locke las
consecuencias que él deduce. Parece acercarse
demasiado al sistema de Hobbes
68
, del que sin
embargo está muy alejado.
He aquí sus palabras, en el libro primero del
Entendimiento humano
69
: «Considerad una ciudad
tomada al asalto, y ved si en el corazón de los solda-
dos, animados a la carnicería y al botín, aparece
alguna consideración por la virtud, algún principio
de moral, algunos remordimientos de todas las
injusticias que cometen». No, no tienen remordi-
mientos; ¿y por qué? Porque creen obrar justamen-
te. Ninguno de ellos ha supuesto injusta la causa
del príncipe por el que va a combatir: aventuran su
vida por esa causa; cumplen el trato que han pacta-
do; podían morir en el asalto; por lo tanto creen
tener derecho a matar; podían ser despojados; pien-
san por tanto que pueden despojar. Añádase que
están en la ebriedad de la furia, que no se razona; y,
para probaros que no han rechazado la idea de lo
justo y de lo honrado, proponed a esos mismos sol-
77

dados mucho más dinero del que el pillaje de la
ciudad les puede procurar, jóvenes más bellas que
las que han violado, a cambio sólo de que, en vez de
degollar, en su furia, a tres o cuatro mil enemigos
que aún resisten, y que pueden matarlos, vayan a
degollar a su propio rey, a su canciller, a sus secreta-
rios de Estado y a su capellán mayor: no encon-
traréis uno solo de esos soldados que no rechace
horrorizado vuestras propuestas. Sin embargo, no le
proponéis más que seis asesinatos en lugar de cuatro
mil, y les ofrecéis una recompensa enorme. ¿Por qué
os rechazan? Porque creen justo matar a cuatro mil
enemigos, y porque el asesinato de su soberano, al
que han prestado juramento, les parece abominable. 
Locke prosigue, y, para probar mejor que no hay
ninguna regla práctica innata, habla de los mingre-
lianos
70
, para quienes es una especie de juego, dice,
enterrar vivos a sus hijos, y de los caribes, que cas-
tran a los suyos para engordarlos mejor, a fin de
comérselos.
Ya se ha observado en otra parte que este gran
hombre fue demasiado crédulo al referir estas fábu-
las; Lambert
71
, que sólo imputa a los mingrelianos
enterrar vivos a sus hijos por placer, no tiene dema-
siado crédito.
Chardin
72
, viajero que pasa por verídico, y por el
que se pidió rescate en Mingrelia, hablaría de esa
horrible costumbre si es que existía; y no sería sufi-
ciente que lo dijese para que se creyera; sería preci-
78

so que veinte viajeros, de naciones y religiones dife-
rentes, coincidiesen en confirmar un hecho tan
extraño para que hubiera una certeza histórica.
Lo mismo sucede con las mujeres de las islas
Antillas, que castraban a sus hijos para comérselos:
eso no es propio de la naturaleza de una madre.
El corazón humano no está hecho así: castrar
niños es una operación muy delicada, muy peli-
grosa, y que, lejos de engordarlos, los adelgaza por
lo menos durante todo un año, y que a menudo los
mata. Este refinamiento sólo estuvo en uso entre
los grandes que, pervertidos por el exceso del lujo y
por los celos, pensaron en tener eunucos para servir
a sus mujeres y a sus concubinas. En Italia, y en la
capilla del Papa, se adoptó sólo para tener músicos
cuya voz fuese más bella que la de las mujeres. Pero
en las islas Antillas es difícil presumir que unos sal-
vajes hayan concebido el razonamiento de castrar
niños para hacer con ellos un buen plato; y luego,
¿qué habrían hecho con sus hijas?
Locke cita también a los santos de la religión
mahometana, que se aparean devotamente con sus
burras para no sentirse tentados a cometer la me-
nor fornicación con las mujeres de la comarca. Hay
que poner estos cuentos junto al del loro que man-
tuvo una conversación tan bella en lengua brasileña
con el príncipe Mauricio
73
, conversación que Locke
tiene la simpleza de referir sin sospechar que el
intérprete del príncipe había podido burlarse de él.
79

De este modo, el autor de Del espíritu de las leyes
74
se divierte citando unas pretendidas leyes de
Tonquín, de Bantam
75
, de Borneo, de Formosa,
basándose en algunos viajeros embusteros o mal
informados. Locke y él son dos grandes hombres en
quienes no parece disculpable esa simpleza.
XXXVI
La naturaleza igual en todas partes
Sin seguir a Locke en este punto, digo con el gran
Newton: «Natura est semper sibi consona; la natu-
raleza siempre es semejante a sí misma». La ley de
la gravedad que actúa sobre un astro actúa sobre
todos los astros, sobre todo la materia: del mismo
modo, la ley fundamental de la moral actúa igual
sobre todas las naciones bien conocidas. Hay mil di-
ferencias en las interpretaciones de esa ley, en mil
circunstancias; pero el fondo subsiste siempre idén-
tico, y ese fondo es la idea de lo justo y de lo injus-
to. Se comete una enorme cantidad de injusticias en
el arrebato de las pasiones, de la misma manera que
se pierde la razón en la ebriedad; pero cuando la
ebriedad ha pasado, vuelve la razón, y es, a mi pare-
cer, la única causa que hace subsistir la sociedad
humana, causa subordinada a la necesidad que
tenemos los unos de los otros.
80

¿Cómo, pues, hemos adquirido la idea de la jus-
ticia? Como hemos adquirido la idea de la pruden-
cia, de la verdad, de la honestidad: por el sentimien-
to y por la razón. Es imposible que no nos parezca
muy imprudente la acción de un hombre que, arro-
jándose al fuego para hacerse admirar, esperara sal-
varse. Es imposible que no nos parezca muy injusta
la acción de un hombre que, airado, mata a otro. La
sociedad sólo se basa en estas nociones, que nunca
arrancarán de nuestro corazón; y por eso subsiste
toda sociedad, por más extravagante y horrible que
sea la superstición a la que esté sometida.
¿A qué edad conocemos lo justo y lo injusto? A la
edad en que sabemos que dos y dos son cuatro.
XXXVII
De Hobbes
Profundo y extraño filósofo, buen ciudadano,
espíritu audaz, enemigo de Descartes, tú, que te has
equivocado como él, tú, cuyos errores en física son
grandes, y merecedores de perdón porque llegaste
antes que Newton, tú, que dijiste verdades que no
compensan tus errores, tú, que fuiste el primero en
hacer ver la quimera de las ideas innatas, tú que
fuiste el precursor de Locke en varias cosas, pero
que también lo fuiste de Spinoza, es inútil que sor-
prendas a tus lectores consiguiendo casi demostrar-
81

les que no hay más leyes en este mundo que las de
la convención; que no hay más justo e injusto que lo
que se ha convenido en llamar así en un país. Si te
hubieras encontrado solo con Cromwell en una isla
desierta, y Cromwell hubiera querido matarte por
haber tomado el partido de tu rey en una isla de
Inglaterra
76
, ¿no te habría parecido ese atentado
tan injusto en tu nueva isla como te lo habría pare-
cido en tu patria?
Dices que, en la ley de la naturaleza, «como
todos tienen derecho a todo, cada uno tiene derecho
sobre la vida de su semejante». ¿No confundes el
poder con el derecho? ¿Crees que, en efecto, el po-
der da el derecho, y que un hijo robusto no tiene
nada que reprocharse por haber asesinado a su
padre postrado y decrépito? Quien estudie la moral
debe empezar por refutar tu libro en su corazón,
pero tu propio corazón te refutaba todavía más:
porque fuiste virtuoso lo miso que Spinoza, y sólo te
faltó, como a él, enseñar los verdaderos principios
de la virtud, que practicabas y recomendabas a los
demás.
XXXVIII
Moral universal
La moral me parece tan universal, tan calculada
por el Ser universal que nos formó, tan destinada a
82

servir de contrapeso a nuestras pasiones funestas, y
a aliviar las inevitables penas de esta breve vida,
que, desde Zoroastro hasta lord Shaftesbury
77
, veo
a todos los filósofos enseñar la misma moral, aun-
que todos tengan ideas diferentes sobre los princi-
pios de las cosas. Hemos visto que Hobbes, Spinoza
y el mismo Bayle, quienes o bien han negado los pri-
meros principios o bien han dudado de ellos, sin
embargo han recomendado enérgicamente la justi-
cia y todas las virtudes.
Cada nación tuvo ritos religiosos particulares, y
muy a menudo absurdas y escandalosas opiniones
en metafísica, en teología; pero se trata de saber si
hay que ser justo, y entonces todo el universo está
de acuerdo, como hemos dicho en la Cuestión
XXXVI, y como nunca se repetirá bastante.
XXXIX
De Zoroastro
No examino en absoluto en qué tiempo vivía
Zoroastro, a quien los persas atribuyeron nueve mil
años de antigüedad, lo mismo que Platón a los anti-
guos atenienses. Sólo veo que sus preceptos de
moral se han conservado hasta nuestros días: fue-
ron traducidos de la antigua lengua de los magos a
la lengua vulgar de los guebros, y parece por las ale-
gorías pueriles, las observaciones ridículas, las
83

ideas fantásticas de que está llena esa recopilación,
que la religión de Zoroastro es la más alta de la
Antigüedad. Es en ella donde se encuentra el nom-
bre de jardín para expresar la recompensa de los
justos; en ella se ve el principio del mal bajo el
nombre de Satán, que los judíos también adopta-
ron. En ella encontramos formado el mundo en seis
estaciones o seis tiempos. En ella se manda recitar
un Abunavar y un Ashim vuhu para los que estor-
nudan.
Pero, en fin, en esa recopilación de cien puertas
o preceptos sacados del libro del Zend
78
y donde se
refieren incluso las palabras mismas del antiguo
Zoroastro, ¿qué deberes morales se prescriben?
Los de amar, socorrer a su padre y a su madre,
dar limosna a los pobres, no faltar nunca a la pala-
bra dada, abstenerse, cuando uno duda si el acto
que va a hacer es justo o no (Puerta 30).
Me detengo en este precepto, porque ningún
legislador ha podido ir nunca más allá; y me confir-
mo en la idea de que, cuantas más supersticiones
ridículas establece Zoroastro en materia de culto,
más demuestra la pureza de su moral que no era su
propósito corromperla; que cuanto más se dejaba
llevar al error en sus dogmas, más imposible le era
errar enseñando la virtud.
84

XL
De los brahmanes
79
Es verosímil que los brahmas o brahmanes exis-
tiesen muchísimo tiempo antes de que los chinos
tuvieran sus cinco kings
80
y lo que fundamenta esa
extrema probabilidad es que en China las antigüe-
dades más buscadas son indias, y que en la India no
hay en absoluto antigüedades chinas.
Estos antiguos brahmas eran sin duda tan malos
metafísicos, tan ridículos teólogos como los caldeos
y los persas y todas las naciones que se encuentran
al occidente de China. Pero, ¡qué sublimidad en
moral! Según ellos, la vida no era más que una
muerte de algunos años, tras la cual se viviría con la
Divinidad. No se limitaban a ser justos con los
demás sino que eran rigurosos consigo mismos; el
silencio, la abstinencia, la contemplación, la renun-
cia a todos los placeres, eran sus principales debe-
res. Por eso todos los sabios de las demás naciones
iban a su país para aprender lo que se llamaba la
sabiduría.
XLI
De Confucio
Los chinos no tuvieron ninguna superstición,
ningún charlatanismo que reprocharse como el
85

resto de los pueblos. El gobierno chino mostraba a
los hombres, hace mucho más de cuatro mil años, y
todavía les muestra, que se los puede regir sin enga-
ñarlos; que no es con la mentira con lo que se sirve
al Dios de verdad; que la superstición es no sólo
inútil sino nociva para la religión. La adoración de
Dios nunca fue tan pura ni tan santa como en China
(dejando a un lado la revelación). No hablo de las
sectas del pueblo, hablo de la religión del príncipe,
y de la de todos los tribunales y de todo lo que no
es populacho. ¿Cuál es la religión de toda la gente
honrada de China desde hace tantos siglos? Ésta:
«Adorad al cielo y sed justos». Ningún emperador
ha tenido otra.
Se sitúa con frecuencia al gran Kug-Fu-tze, a
quien nosotros llamamos Confucio, entre los anti-
guos legisladores, entre los fundadores de religio-
nes. Kug-Fu-tze es muy moderno: vivió sólo seis-
cientos cincuenta años antes de nuestra era. Nunca
instituyó ningún culto, ningún rito; nunca se
declaró ni inspirado ni profeta; no hizo otra cosa
que reunir en un corpus las antiguas leyes de la
moral.
Invita a los hombres a perdonar las injurias y a
acordarse sólo de los beneficios; a velar constante-
mente sobre uno mismo, a corregir hoy las faltas de
ayer; a reprimir las pasiones y a cultivar la amistad;
a dar sin ostentación y a recibir únicamente lo indis-
pensable sin bajeza.
86

No dice que no hay que hacer a otro lo que no
queremos que nos hagan: eso sólo es prohibir el
mal; hace más, recomienda el bien: «Trata a otro
como quieres que se te trate».
Enseña no sólo la modestia, sino también la
humildad; recomienda todas las virtudes.
XLII
De los filósofos griegos y en primer lugar 
de Pitágoras
Todos los filósofos griegos han dicho tonterías
en física y en metafísica. Todos son excelentes en
moral; todos igualan a Zoroastro, a Kug-Fu-tze, y a
los brahmanes. Leed únicamente los Versos de oro
de Pitágoras, es el compendio de su doctrina; no
importa de qué mano sean. Decidme si en ellos ha
sido olvidada una sola virtud.
XLIII
De Zaleuco
81
Reunid todos vuestros lugares comunes, predi-
cadores griegos, italianos, españoles, alemanes,
franceses, etcétera; que se destilen todas vuestras
declamaciones: ¿se sacará de ellas un extracto más
puro que el exordio de las leyes de Zaleuco?
87

«Dominad vuestra alma, purificadla, apartad
todo pensamiento criminal. Creed que Dios no puede
ser bien servido por el perverso; creed que no se
parece a los débiles mortales, que las alabanzas y los
presentes seducen: sólo la virtud puede agradarle.»
He ahí el compendio de toda moral y de toda
religión.
XLIV
De Epicuro
82
Unos pedantes de colegio, unos petimetres de se-
minario, han creído, a partir de ciertas bromas de
Horacio y de Petronio
83
, que Epicuro había enseña-
do la voluptuosidad mediante preceptos y con su
ejemplo. Epicuro fue toda su vida un filósofo pru-
dente, temperante y justo. A los doce o trece años
era sabio: porque, cuando el gramático que lo ins-
truía le recitó este verso de Hesíodo:
El Caos fue producido el primero de todos 
los seres,
«¡Eh!, ¿quién lo produjo», dijo Epicuro, «si era el
primero?» — «No lo sé», respondió el gramático;
«sólo los filósofos lo saben». — «Voy entonces a ins-
truirme con ellos», replicó el niño; y desde esa
época hasta la edad de setenta y dos años cultivó la
88

filosofía. Su testamento, que Diógenes Laercio
84
nos ha conservado en su integridad, nos descubre
un alma tranquila y justa; libera a los esclavos que
en su opinión han merecido esa gracia; recomienda
a sus albaceas que den la libertad a los que se vuel-
van dignos de ella. Nada de ostentación, ni de injus-
ta preferencia; ésa fue la última voluntad de un
hombre que sólo las tuvo razonables. Fue el único
de todos los filósofos que tuvo por amigos a todos
sus discípulos, y su secta fue la única en que se le
supo amar, y que no se dividió en varias.
Tras haber examinado su doctrina y lo que se ha
escrito a su favor y en su contra parece que todo se
reduce a la disputa entre Malebranche y Arnauld
85
.
Malebranche afirmaba que el placer hace feliz,
Arnauld lo negaba; era una disputa de palabras,
como tantas otras disputas en que la filosofía y la
teología aportan su incertidumbre, cada una por su
lado.
XLV
De los estoicos
Si los epicúreos volvieron amable la naturaleza
humana, los estoicos la hicieron casi divina.
Resignación ante el Ser de los seres, o más bien ele-
vación del alma hasta ese Ser; desprecio del placer,
desprecio incluso del dolor, desprecio de la vida y de
89

la muerte, inflexibilidad en la justicia: tal era el
carácter de los verdaderos estoicos, y todo lo que ha
podido decirse en su contra es que desanimaban al
resto de los hombres.
Sócrates, que no era de su secta, demostró que se
podía llevar la virtud tan lejos como ellos sin ser de
ningún partido; y la muerte de este mártir de la
Divinidad es el oprobio eterno de Atenas, aunque
ésta se haya arrepentido.
El estoico Catón
86
es, por otro lado, el eterno
honor de Roma. Epicteto
87
, en la esclavitud, es
quizá superior a Catón dado que siempre está con-
tento en su miseria. «Estoy», dice, «en el lugar en
que la Providencia ha querido que estuviese; que-
jarme por ello es ofenderla».
¿Diré que el emperador Antonino
88
esta todavía
por encima de Epicteto porque triunfó de más
seducciones, y porque a un emperador le era mucho
más difícil no corromperse que a un pobre no mur-
murar? Leed los Pensamientos de uno y otro, el
emperador y el esclavo os parecerán igualmente
grandes.
¿Osaré hablar aquí del emperador Juliano
89
?
Erró sobre el dogma, pero desde luego no erró sobre
la moral. En una palabra, no hay en la Antigüedad
ningún filósofo que no haya querido volver mejores
a los hombres.
Entre nosotros ha habido gente que nos ha dicho
que todas las virtudes de estos grandes hombres no
90

eran más que pecados ilustres
90
. ¡Ojalá la tierra esté
cubierta de culpables como éstos!
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