V fórcola Voltaire



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Voltaire (2010) El filosofo ignorante


VII
La experiencia
No mezclemos nunca la Sagrada Escritura en
nuestras disputas filosóficas: son cosas demasiado
heterogéneas y que no tienen ninguna relación.
Aquí sólo se trata de examinar lo que podemos
saber por nosotros mismos, y esto se reduce a bien
poca cosa. Hay que haber renunciado al sentido
común para no admitir que en el mundo no sabe-
mos nada más que por la experiencia; y, por supues-
to, si sólo por la experiencia y por una sucesión de
24

tanteos y de largas reflexiones llegamos a conseguir
algunas débiles y ligeras ideas del cuerpo, del espa-
cio, del tiempo, del infinito, de Dios mismo, no
merece la pena que el Autor de la naturaleza ponga
estas ideas en el cerebro de todos los fetos a fin
de que luego sólo haya un pequeñísimo número de
hombres que las usen.
Respecto a los objetos de nuestra ciencia, todos
somos como los amantes ignorantes Dafnis y Cloe
cuyos amores y vanos intentos nos describió Longo
5
.
Necesitaron mucho tiempo para adivinar cómo
podían satisfacer sus deseos, porque carecían de
experiencia. Lo mismo les ocurrió al emperador
Leopoldo
6
y al hijo de Luis XIV
7
; hubo que instruir-
los. Si hubieran tenido ideas innatas, es de suponer
que la naturaleza no les hubiera negado la principal
y única necesaria para la conservación de la especie
humana.
VIII
Sustancia
Como sólo se puede tener alguna noción por
experiencia, es imposible que podamos saber nunca
lo que es la materia. Tocamos, vemos las propieda-
des de esa sustancia; pero esa misma palabra de
sustancia, lo que está debajo, nos advierte suficien-
temente de que ese debajo siempre nos será desco-
nocido: por más que descubramos de sus aparien-
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cias, siempre quedará por descubrir ese debajo. Por
la misma razón nunca sabremos por nosotros mis-
mos lo que es espíritu: es una palabra que origina-
riamente significa soplo, y de la que nos hemos ser-
vido para tratar de expresar vaga y burdamente
aquello que nos da pensamientos. Pero de todos
modos, si, por un prodigio que no es fácil suponer,
tuviéramos alguna ligera idea de la sustancia de ese
espíritu, no estaríamos más adelantados; nunca po-
dríamos adivinar cómo recibe esa sustancia senti-
mientos y pensamientos. Sabemos bien que tenemos
un poco de inteligencia, pero ¿cómo la tenemos?
Ése es el secreto de la naturaleza, no se lo ha revela-
do a ningún mortal.
IX
Límites estrechos
Nuestra inteligencia es muy limitada, lo mismo
que la fuerza de nuestro cuerpo. Hay hombres
mucho más robustos que otros; también hay
Hércules en materia de ideas, pero esa superioridad
es en el fondo muy poca cosa. Uno levantará diez
veces más materia que yo; otro podrá hacer frente,
y sin papel, a una división de quince cifras, mientras
que yo sólo podría dividir tres o cuatro con un tra-
bajo enorme; a eso se reducirá esa fuerza tan alaba-
da; pero muy pronto encontrará su límite; y, por
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eso, en los juegos combinatorios ningún hombre,
después de haberse formado en ellos con toda su
aplicación y una larga práctica, nunca va más allá,
por más que se esfuerce, del grado que ha consegui-
do alcanzar; ha topado con el límite de su inteligen-
cia. Es, incluso, absolutamente necesario que así
sea, porque de otro modo iríamos, gradualmente,
hasta el infinito.
X
Descubrimientos imposibles
Así pues, en el estrecho círculo en que estamos
encerrados veamos lo que estamos condenados a
ignorar y lo que podemos conocer un poco. Ya he-
mos visto
8
que ninguna primera causa, ningún pri-
mer principio puede ser aprendido por nosotros.
¿Por qué obedece mi brazo a mi voluntad? Esta-
mos tan acostumbrados a este incomprensible fenó-
meno que muy pocos le prestan atención; y cuando
queremos buscar la causa de un efecto tan corrien-
te, encontramos que entre nuestra voluntad y la
obediencia de nuestro miembro está realmente el
infinito, es decir, que no hay ninguna proporción
entre la una y la otra, ninguna razón, ninguna apa-
riencia de causa; y nos damos cuenta de que pensa-
ríamos en ello una eternidad sin poder imaginar el
menor destello de verosimilitud.
27

XI
Desesperación fundada
Así detenidos desde el primer paso, y replegán-
donos inútilmente sobre nosotros mismos, nos
asustamos de estar buscándonos siempre y de no
encontrarnos nunca. Ninguno de nuestros sentidos
es explicable.
Sabemos poco más o menos, con la ayuda de los
triángulos, que hay aproximadamente treinta millo-
nes de nuestras grandes leguas geométricas
9
de la
Tierra al Sol; pero ¿qué es el Sol? ¿Y por qué gira
sobre su eje? ¿Y por qué en un sentido y no en otro?
¿Y por qué Saturno y nosotros giramos alrededor de
ese astro de Occidente a Oriente y no de Oriente a
Occidente? No sólo no responderemos nunca a esa
pregunta, sino que nunca vislumbraremos la menor
posibilidad de imaginar siquiera una causa física.
¿Por qué? Porque el nudo de esa dificultad está en
el primer principio de las cosas.
Ocurre con lo que actúa dentro de nosotros como
con lo que actúa en los espacios inmensos de la
naturaleza. Hay, en la disposición de los astros y en
la conformación de un ácaro y del hombre, un pri-
mer principio cuyo acceso debe necesariamente
estarnos prohibido. Porque si pudiéramos conocer
nuestra primera causa, seríamos dueños de ella,
seríamos dioses. Aclaremos esa idea, y veamos si es
verdadera.
28

Supongamos que encontrásemos, en efecto, la
causa de nuestras sensaciones, de nuestros pensa-
mientos, de nuestros movimientos, lo mismo que
solamente hemos descubierto en los astros la razón
de los eclipses y de las diferentes fases de la Luna y
de Venus; es evidente que entonces predeciríamos
nuestras sensaciones igual que predecimos las fases
y los eclipses. Conociendo, pues, lo que debería
ocurrir mañana en nuestro interior, veríamos clara-
mente, gracias al juego de esa máquina, de qué ma-
nera agradable o funesta deberíamos resultar afec-
tados. Poseemos una voluntad que dirige, tal como
se admite, nuestros movimientos interiores en
diversas circunstancias. Por ejemplo, si me siento
dispuesto a la cólera, mi reflexión y mi voluntad
reprimen sus accesos nacientes. Si yo conociese mis
primeros principios, vería todos los afectos a los que
estoy dispuesto para mañana, toda la sucesión de
las ideas que me esperan; podría tener sobre esa
sucesión de ideas y de sentimientos el mismo poder
que a veces ejerzo sobre los sentimientos y sobre los
pensamientos actuales que aparto y que reprimo.
Me encontraría precisamente en el caso de todo
hombre que puede retrasar y acelerar a su capricho
el movimiento de un reloj, el de un barco, el de cual-
quier máquina conocida.
En ese supuesto, siendo dueño de las ideas que
me están destinadas mañana, lo sería para el día
siguiente, lo sería para el resto de mi vida; podría,
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por tanto, ser siempre todopoderoso sobre mí mis-
mo, sería el dios de mí mismo. Me doy perfecta
cuenta de que ese estado es incompatible con mi
naturaleza; es por lo tanto imposible que yo pueda
conocer nada del primer principio que me hace pen-
sar y actuar.
XII
Debilidad de los hombres
Lo que es imposible para mi naturaleza tan débil,
tan limitada, y que tiene una duración tan corta,
¿es imposible en otros globos, en otras especies de
seres? ¿Hay inteligencias superiores, dueñas de to-
das sus ideas, que piensan y sienten todo lo que
quieren? No lo sé; sólo conozco mi debilidad, no
tengo ninguna noción de la fuerza de los demás.
XIII
¿Soy libre?
No salgamos aún del círculo de nuestra existen-
cia; sigamos examinándonos a nosotros mismos
tanto cuanto podamos. Recuerdo que cierto día,
antes de que hubiera hecho todas las preguntas pre-
cedentes, un razonador quiso hacerme razonar. Me
preguntó si yo era libre; le respondí que no estaba
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en prisión, que tenía la llave de mi cuarto, que era
perfectamente libre. «No es eso lo que os pregun-
to», me respondió; «¿creéis que vuestra voluntad
tiene la libertad de querer o no querer tiraros por la
ventana? ¿Pensáis, con el ángel de la Escuela
10
, que
el libre albedrío es una potencia apetitiva, y que el
libre albedrío se pierde por el pecado?». Miré a mi
hombre fijamente para tratar de leer en sus ojos si
no tenía extraviada la razón, y le respondí que no
comprendía nada de su galimatías.
Sin embargo, esa pregunta sobre la libertad del
hombre me interesó vivamente; leí a los escolásti-
cos, me quedé como ellos en tinieblas; leí a Locke, y
vislumbré rasgos de luz; leí el Tratado de Collins
11
,
que me pareció Locke perfeccionado; y después no
he leído nada que me haya proporcionado un nuevo
grado de conocimiento. He aquí lo que mi débil
razón ha concebido, ayudada por esos dos grandes
hombres, los únicos, en mi opinión, que se han
entendido a sí mismos al escribir sobre esa materia,
y los únicos que se han hecho entender por los
demás.
No hay nada sin causa. Un efecto sin causa no es
más que una expresión absurda. Todas las veces que
quiero, sólo puede ser en virtud de mi juicio, bueno
o malo; este juicio es necesario, por lo tanto mi
voluntad también lo es. En efecto, sería muy singu-
lar que toda la naturaleza, todos los astros obedez-
can a unas leyes eternas, y que haya un pequeño
31

animal de cinco pies de alto que, con desprecio de
esas leyes, pueda actuar siempre como le plazca a
gusto sólo de su capricho. Actuaría al azar, y es sabi-
do que el azar no es nada. Hemos inventado esta
palabra para expresar el efecto conocido de toda
causa desconocida.
Mis ideas entran necesariamente en mi cerebro;
¿cómo mi voluntad, que depende de él, sería al
mismo tiempo necesitada y absolutamente libre?
Siento en mil ocasiones que esa voluntad no puede
nada; por ejemplo, cuando la enfermedad me pos-
tra, cuando la pasión me arrebata, cuando mi juicio
no puede alcanzar los objetos que se me presentan,
etcétera, debo pensar que, como las leyes de la natu-
raleza son siempre las mismas, mi voluntad no es
más libre en las cosas que me parecen más indife-
rentes que en aquellas otras en que me siento some-
tido a una fuerza invencible.
Ser verdaderamente libre es poder. Cuando pue-
do hacer lo que quiero, ahí está mi libertad; pero yo
quiero necesariamente lo que quiero; de otro modo
querría sin razón, sin causa, lo cual es imposible. Mi
libertad consiste en andar cuando quiero andar y no
padezco de gota.
Mi libertad consiste en no cometer una mala
acción cuando mi mente la concibe necesariamente
mala; en subyugar una pasión cuando mi mente me
hace sentir su peligro y cuando el horror de esa
acción lucha poderosamente contra mi deseo.
32

Podemos reprimir nuestras pasiones, como ya he
anunciado en la Cuestión XI, pero entonces no
somos más libres reprimiendo nuestros deseos que
dejándonos arrastrar por nuestras inclinaciones;
porque, en uno y otro caso, seguimos irresistible-
mente nuestra última idea, y esa última idea es
necesaria; por lo tanto, hago necesariamente lo que
ella me dicta. Es extraño que los hombres no estén
contentos con esa medida de libertad, es decir, del
poder que han recibido de la naturaleza de hacer en
diversos casos lo que quieren; los astros no lo tie-
nen: nosotros lo poseemos y algunas veces nuestro
orgullo nos hace creer que poseemos todavía más.
Nos figuramos que tenemos el don incomprensible
y absurdo de querer, sin más razón, sin más motivo
que el de querer (véase la Cuestión XXIX).
No, no puedo perdonar al doctor Clarke
12
que
haya combatido con mala fe estas verdades cuya
fuerza comprendía, y que parecían ajustarse mal a
sus sistemas. No, a un filósofo como él no le está
permitido haber atacado a Collins por sofista, y
haber desviado el estado de la cuestión reprochan-
do a Collins llamar al hombre un agente necesario.
Agente o paciente, ¿qué importa? Agente cuando
se mueve voluntariamente, paciente cuando recibe
ideas. ¿Qué hace el nombre a la cosa? El hombre
es en todo un ser dependiente, igual que la natura-
leza entera es dependiente, y él no puede ser excep-
tuado de los demás seres.
33

En Samuel Clarke, el predicador ha ahogado al
filósofo; distingue la necesidad física y la necesidad
moral. ¿Y qué es una necesidad moral? ¿Os parece
verosímil que una reina de Inglaterra a la que coro-
nan y consagran en una iglesia se despoje de sus
regias vestiduras para tenderse desnuda sobre el
altar, aunque se cuenta una aventura así de una
reina del Congo? Llamáis a eso una necesidad
moral en una reina de nuestros climas; pero en el
fondo es una necesidad física, eterna, ligada a la
constitución de las cosas. Y tan seguro es que esa
reina no cometerá semejante locura como que mori-
rá un día. La necesidad moral no es más que una
palabra, todo lo que se hace es absolutamente nece-
sario. No hay punto medio entre la necesidad y el
azar; y sabéis que no hay azar: por lo tanto, todo lo
que ocurre es necesario.
Para complicar más la cosa se ha imaginado dis-
tinguir también entre necesidad y coacción; pero,
en el fondo, ¿es otra cosa la coacción que una nece-
sidad de la que nos damos cuenta? Y ¿no es la ne-
cesidad una coacción de la que no nos damos cuen-
ta? Arquímedes se ve tan obligado a permanecer en
su cuarto cuando lo encierran en él como cuando
está tan intensamente ocupado en un problema que
no recibe la idea de salir.
Ducunt volentem fata, nolentem trahunt
13
34

El ignorante que piensa así no siempre ha pensa-
do igual, pero en última instancia está obligado a
rendirse.
XIV
¿Es todo eterno?
Sometido a unas leyes eternas como todos los
globos que llenan el espacio, como los elementos,
los animales, las plantas, lanzo miradas sorprendi-
das sobre todo lo que me rodea; busco quién es mi
autor, el de esa inmensa máquina de la que apenas
soy una imperceptible rueda.
No he venido de nada, porque la sustancia de mi
padre, y de mi madre que me llevó nueve meses en
su matriz, es algo. Me resulta evidente que el ger-
men que me produjo no pudo ser producido por
nada; porque ¿cómo la nada produciría la existen-
cia? Me siento subyugado por esa máxima de toda
la Antigüedad: «Nada viene de la nada, a la nada
nada puede volver
14
». Este axioma encierra en sí
una fuerza tan terrible que encadena todo mi
entendimiento sin que pueda debatirme en su con-
tra. Ningún filósofo se ha apartado de él; ningún
legislador, cualquiera que sea, lo ha impugnado. El
Cahut de los fenicios, el Caos de los griegos
15
, el
Tohu-bohu
16
de los caldeos y de los hebreos, todo
nos confirma que siempre se ha creído en la eterni-
35

dad de la materia. Engañada por esa idea tan anti-
gua y tan general, mi razón me dice: es preciso que
la materia sea eterna, puesto que existe; si existía
ayer, existía antes. No percibo ninguna verosimili-
tud de que haya empezado a ser, ninguna causa por
la que no haya sido, ninguna causa por la que haya
recibido la existencia en un tiempo más que en
otro. Cedo, pues, a esa convicción, esté fundada o
sea errónea, y me sumo al partido del mundo ente-
ro hasta que, habiendo avanzado en mis investiga-
ciones, encuentro una luz superior
17
al juicio de
todos los hombres, que me obliga a retractarme a
pesar mío.
Pero si, como tantos filósofos de la Antigüedad
pensaron, el Ser eterno siempre ha actuado, ¿qué
llegarán a ser el Cahut y el Ereb
18
de los fenicios, el
Tohu-bohu de los caldeos, el Caos de Hesíodo? Se
quedará en las fábulas. El Caos es imposible a ojos
de la razón, pues imposible es que, siendo eterna la
inteligencia, nunca haya habido alguna cosa opues-
ta a las leyes de la inteligencia: ahora bien, el Caos
es precisamente lo opuesto a todas las leyes de la
naturaleza. Entrad en la caverna más horrible de los
Alpes, bajo esos restos de rocas, de hielo, de arena,
de aguas, de cristales, de minerales informes: todo
obedece a la gravitación y a las leyes de la hidrostá-
tica. El Caos nunca ha existido más que en nuestras
cabezas, y sólo ha servido para que Hesíodo y
Ovidio compongan hermosos versos
19
.
36

Si nuestra Sagrada Escritura ha dicho que el
Caos existía
20
, si el Tohu-bohu ha sido adoptado por
ella, le damos crédito, desde luego, y con la fe más
viva. Aquí sólo hablamos siguiendo las luces enga-
ñosas de nuestra razón. Estamos limitados, como
hemos dicho
21
, a ver lo que podemos sospechar por
nosotros mismos. Somos niños que tratamos de dar
algunos pasos sin andaderas: andamos, caemos, y la
fe nos levanta.
XV
Inteligencia
Pero al percibir el orden, el prodigioso artificio,
las leyes mecánicas y geométricas que reinan en el
universo, los medios, los innumerables fines de
todas las cosas, me siento sobrecogido de admira-
ción y de respeto. Enseguida juzgo que si las obras
de los hombres, las mías mismas, me fuerzan a
reconocer en nosotros una inteligencia, debo reco-
nocer un bien superiormente actuante en la multi-
tud de tantas obras. Admito esa inteligencia supre-
ma sin temor a que nunca se me pueda hacer cam-
biar de opinión. Nada quebranta en mí este axioma:
«Toda obra demuestra un obrero».
37

XVI
Eternidad
¿Es eterna esa inteligencia? Sin duda, pues, aun-
que yo haya admitido o rechazado la eternidad de la
materia, no puedo rechazar la existencia eterna de
su supremo artífice; y es evidente que, si existe hoy,
ha existido siempre.
XVII
Incomprensibilidad
Aún no he dado más que dos o tres pasos en esta
larguísima carrera; quiero saber si esa inteligencia
divina es algo absolutamente distinto del universo,
poco más o menos como se distingue al escultor de
la estatua, o si esa alma del mundo está unida al
mundo, y lo penetra; poco más o menos como lo que
yo llamo mi alma está unida a mí, y según esta idea
de la Antigüedad tan bien expresada en Virgilio:
Mens agitat molem, et magno se corpore
miscet
22
. (Eneida, VI, v. 727)
Y en Lucano:
Jupiter est quodcumque vides, quocumque
moveris
23
. (IX, v. 580)
38

De pronto me veo detenido en mi vana curiosi-
dad. Miserable mortal, si no puedo sondar mi pro-
pia inteligencia, si no puedo saber lo que me anima,
¿cómo conoceré la inteligencia inefable que visi-
blemente preside la materia entera? Hay una, todo
me lo demuestra, pero ¿dónde está la brújula que me
conducirá hacia su eterna e ignota morada?
XVIII
Infinito
Esa inteligencia, ¿es infinita en potencia y en in-
mensidad como es indiscutiblemente infinita en du-
ración? Sobre eso no puedo saber nada por mí mis-
mo. Existe, por lo tanto ha existido siempre, eso
está claro. Pero ¿qué idea puedo tener de una poten-
cia infinita? ¿Cómo puedo concebir un infinito
actualmente existente? ¿Cómo puedo imaginar que
la inteligencia suprema está en el vacío? No ocurre
lo mismo con el infinito en extensión que con el infi-
nito en duración. Hasta el momento en que hablo
ha transcurrido una duración infinita, eso es segu-
ro; no puedo añadir nada a esa duración pasada,
pero siempre puedo añadir al espacio que concibo,
como puedo añadir a los números que concibo. El
infinito en número y en extensión está fuera de la
esfera de mi entendimiento. Por más que me digan,
nada me ilumina en este abismo. Siento por suerte
39

que ni mis dificultades ni mi ignorancia pueden per-
judicar a la moral; aunque no podamos concebir ni
la inmensidad del espacio llena, ni la potencia infi-
nita que lo ha hecho todo y que sin embargo aún
puede seguir haciendo, esto sólo servirá para probar
cada vez más la debilidad de nuestro entendimien-
to, y esa debilidad no nos hará sino más sumisos al
Ser eterno del que somos obra.
XIX
Mi dependencia
Somos su obra. He ahí una verdad interesante
para nosotros: porque saber por la filosofía en qué
tiempo hizo al hombre, qué hacía antes, si está en la
materia, si está en el vacío, si está en un punto, si
obra siempre o no, si obra en todas partes, si obra
fuera de él o en él: todo esto son búsquedas que
multiplican en mí el sentimiento de mi ignorancia
profunda.
Veo incluso que apenas ha habido en Europa una
docena de hombres que hayan escrito sobre estas
cosas abstractas con un poco de método; y aunque
suponga que han hablado de una manera inteligi-
ble, ¿qué resultará de ello? Ya hemos admitido
(Cuestión IV) que las cosas que tan pocas personas
pueden presumir de entender son inútiles para el
resto del género humano. Somos desde luego la
40

obra de Dios, eso sí que me es útil saberlo: por eso
su prueba es palpable. Todo es medio y fin en mi
cuerpo; todo es resorte, polea, fuerza motriz,
máquina hidráulica, equilibrio de líquidos, labora-
torio de química. Por lo tanto está ordenado por una
inteligencia (Cuestión XV). No es a la inteligencia
de mis padres a la que debo ese orden, porque con
toda seguridad no sabían lo que hacían cuando me
trajeron al mundo; no eran más que los ciegos ins-
trumentos de ese eterno fabricante que anima a la
lombriz y hace girar al Sol sobre su eje.
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